Thursday, February 13, 2020

No soy político


No soy político porque lo probé algún tiempo y no encontré la manera de salir airoso. Tendría catorce o quince años, y participé en el proceso de selección del Presidente de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Secundaria Técnica Número 3, en Puerto Vallarta, Jalisco; lo que los alumnos sencillamente llamábamos “Las Planillas”. Cada año, se organizaban dos o más equipos contendientes, y se asignaba un día para hacer una gran fiesta o “Día de las Planillas”. Cada planilla llevaba un equipo de sonido, se ponían uno enfrente del otro, y el que sonara más fuerte, normalmente ganaba.
            Yo hice mi planilla, confieso, no recuerdo por qué. Pero en fue en esa época que mi narcisismo era exacerbado y no velado y reprimido como ahora; no dudo que haya querido ser presidente de la sociedad de alumnos sólo por ser presidente de la sociedad de alumnos, que es por lo que me supongo que, en el fondo, todos los presidentes de algo quieren ser presidentes de algo. Así que si alguien me lo propuso, lo acepté, y si no, pues lo propuse a alguien y lo aceptó. Escogí el nombre de mi planilla, le puse “Esfuerzo”, característica por la que no me distingo especialmente, y a decir verdad, cada vez menos.
            De equipo de sonido, llevamos a los Fat Winners, un par de gemelos gordos que eran DJ’s y con los que se inició una próspera relación músico-eventual: ellos tocarían después en nuestra fiesta de graduación. Una de las cumbres en mi vida fue cuando me preguntaron que con qué canción quería empezar la fiesta. Pero eso sería al final del año; por ahora, tocaron para nosotros, no recuerdo si gratis, pero es probable, y ganamos: los Fat Winners eran los mejores.
            Lo primero que sucedió tras el triunfo es que el director me llamó a su oficina y me invitó a formar parte del PRI. Me invitó a ir a la sede regional a presenciar lo que, me dijo, ellos llamaban “el pleno” Desde entonces cada vez que escucho en las noticias que algo se debatió o decidió “en el pleno”, pienso en los ojos inyectados de sangre de ese director. No me uní al PRI. Fui, me aburrí como una ostra y nunca volví. Y al director lo evité siempre. Era un ser tenebroso, oscuro. Tiempo después su hijo se vería involucrado en un asesinato, y mi hermano se atrevió a ser el único testigo que declaró. Hasta ahora veo que fueron por las circunstancias generadas por la presión de ese asunto, las que hicieron que al poco tiempo mi hermano se fuera de Puerto Vallarta al D.F., de regreso con mi padre. Del director sabíamos dónde vivía: de hecho, en nuestra misma calle, a varias cuadras bajando el cerro. Hoy en día, cada vez que paso por ahí, es decir, cada vez que llego a mi casa de Vallarta por ese lado, pienso en él, en su hijo y en sus ojos inyectados. Cómo hay cosas que duran para siempre, y uno nunca sabe, en el momento, cuáles han de ser.
            Mi primera acción de gobierno fue organizar una rifa y volver obligatoria la compra de boletos. Era para recaudar fondos para nuestra presidencia, había que pintar las canchas y empezar a juntar dinero destinado a la fiesta de graduación. Era fantástico: fuimos a la imprenta y mandamos a hacer boletos con talonarios relacionados a un sorteo de la lotería nacional; mi mejor amigo era el tesorero, un cuate muy simpático del que fui muy cercano y que nunca he vuelto a ver. Rifamos una lavadora, una estufa y un refrigerador, cosas que más de uno en esa escuela necesitaría. Éramos muchos: de cada grado había salón A, B, C, D, E y F, cada uno con cincuenta o más alumnos, y parecía que los acomodaban según los resultados del examen de admisión, por  lo que los de la mañana del A y del B éramos los aplicados y “cremas”, y los de del D en adelante, los burros y desmadrosos. En toda mi experiencia educativa en Puerto Vallarta pude ver de primera mano lo que está fundamentalmente mal en este país: salones multitudinarios en los que nadie está motivado a hacer nada y todo aquel que haga algo bien es visto desaprobatoriamente. En fin, mi tesorero y yo nos dimos a la tarea de ir salón por salón recolectando el dinero de cada alumno, le dábamos su boleto a cambio y listo. Hasta que el galán de una chava que me gustaba, un grandote que iba en la tarde, y en el F, me dijo que él no iba a comprar boleto mientras me sostenía, retador, la mirada. “Yo te lo invito”, le dije. “No quiero que me lo invites”, me respondió sin moverse de la silla, mientras yo me pasaba a la siguiente fila tragando saliva y haciendo como que no había escuchado. Fue la primera oposición que enfrenté. No fue la única.
            Y es que, como sabrá cualquier miembro de una asamblea de vecinos en condominio, del comité de rescate de algún parque, o de cualquier organización de acción social, resulta que siempre hay los siguientes actores: Alguien como yo, que hace las veces de “gobierno”, con más o menos buenas intenciones, en nuestro caso, pintar la cancha y juntar para la graduación. Luego está el pueblo bueno o acarreado que acepta las medidas del “gobierno” con más o menos entusiasmo y esperanza, y con ello, cierto esfuerzo. Se suman los opositores francos, como el grandulón ése, al que no queda sino ignorar para evitar la violencia. Después, los peores, los  “críticos”, que lo único que hacían poner en cuestión la validez de nuestros métodos  y propuestas, de nuestras acciones. Insoportable, porque siempre había quien los escuchaba; la masa, los que no se atrevían o no podían expresarse a modo individual, que siempre filtraban sus apreciaciones en el rumor y la opinión velada, y que nunca estarían contentos ni satisfechos con cualquier cosa que se hiciera o se intentara. El caso es que, ante la oposición manifestada por el grandote de tercero F, a la chava que me gustaba dejé de hablarle de inmediato.
            Por otro lado, estaba la incomodidad de ser figura pública. De otras escuelas llegaban pequeños grupos para buscarme pleito o simplemente ponerme una golpiza. ¿Quién es Chellet?, preguntaban en las inmediaciones de la escuela. Recuerdo claramente que por lo menos una vez los confronté, es decir, yo mismo les respondí directo y a la cara: “No sé, creo que anda allá dentro” señalando a lo lejos. Yo había visto la película Gandhi y estaba familiarizado con la no-violencia, esa era mi versión. En el malecón, que era escenario de paseos y pleitos domingueros, en uno de los cuales murió el conocido de mi hermano, alguna vez me pegó un helado en un hombro; apliqué la misma técnica e ignoré el frío que me llenaba toda la parte alta de la espalda mientras seguí caminando. Yo era pacifista, a mi nadie podía tocarme. Más de una vez; más de tres veces he utilizado esa técnica: hasta ahora me ha funcionado. 
            Yo no sabía, pues, hacer política. Las rayas de la cancha, cuando hubo dinero para pinturas, las tuve que pintar yo; apenas recuerdo a alguien que me ayudó a guiarlas con cinta adhesiva. La mochila con el dinero de la rifa estuvo meses y meses en mi buró, junto a mi cama, y sí, de vez en cuando agarraba alguna moneda o un billete para algo. La fiesta de graduación, eso sí, fue un éxito, aunque algunos se quejaron de que sólo podía ir el alumno y un familiar. Curiosamente yo vivía solo con mi mamá. ¿Qué querían? Éramos seiscientos alumnos de tercero de secundaria: mil doscientas personas en una fiesta, es bastante, ¿no?
            Supongo que las familias que ganaron la lavadora, la estufa y el refri estuvieron muy contentas. Las canchas, recién pintadas, duraron un par de días.
La vida pública me desilusionó, sobre todo, por la interminable tarea de enfrentar a los críticos, y el desencanto del pueblo. Nadie nunca contento, todos siempre con ideas, una que otra buena pero sin voluntad para llevarse a cabo. El poder-poder corrupto (el director de la escuela, la Federación de Estudiantes de Guadalajara, célebres porque andaban armados) al acecho siempre, buscando algo que nunca supe bien a bien qué era. Estábamos en secundaria, yo tenía quince años. Después de eso no volví a la política, al pleno. Sólo organicé la fiesta de graduación de la preparatoria; un solo salón, en escuela privada, y la publicación del anuario. Pero eso fue tres años después, ya por la época en la que mi padre, en una de sus últimas pláticas, y pensándolo bien, debe haber sido la última vez que hablamos frente a frente, me preguntó qué iba a hacer de grande. Esa plática marcó mi vida; me dijo que había dos caminos: el del dinero, que él personalmente me recomendaba: si me hacía ingeniero como su hermano, me habría de ir muy bien, usando sus contactos; el otro camino era el del conocimiento, el de dedicar toda la vida a contribuir a darle al pueblo de México un rostro y un corazón.

A los diecisiete, quién habría podido resistir esa frase.