Thursday, June 30, 2011

Irse Haciendo

Hace no mucho murió un tío mío, el mayor de ellos, con quien compartía el nombre, al igual que él lo hacía con su padre y su abuelo. Es decir, murió Roberto Chellet Junior hijo de Roberto Chellet Junior. Para continuar la historia e improbable gloria de los Robertos Chellet ya sólo quedo yo.

Creo que es claro que soy una persona herida –quién no lo es- por pérdidas que me marcaron de niño –el divorcio de mis padres, la salida de casa de mi madre, la ida a otra ciudad, la pérdida de esa ciudad al regresar con mi padre y la vuelta una vez más a ella, con la sensación de que nada era seguro nunca y nada para siempre, rematado por la muerte de mi padre y de mi abuelo prácticamente el mismo año.

Esta muerte, entonces, podría no haberme hecho gran mella. Hasta pareciera que eso fuera lo que se esperara de mí. Nadie me avisó que mi tío estuviera grave. Nadie lloró en su funeral. Su viuda reía. Su hermano decía que más le había afectado la muerte de su perro. Yo me tuve que ir a trabajar.

Mi tío Roberto. Yo estaba ya muy distanciado de él. Vivía recluido pues padecía hiperacusia, un problema al parecer físico que lo hacía escuchar de más. El pobre vivía en dos casas, rodeado de cosas, en la ruta de los aviones!

Me había distanciado de él por eso, por varios detalles que se fueron acumulando y que me fueron revelando una naturaleza suya que no me agradaba. Confieso en lo más profundo tener terror de parecérmele, de heredar sus deficiencias o excesos. DE él o de sus hermanos. Es lo que menos quiero en la vida.

La última vez que lo vi me encargó que visitara la tumba de sus padres y le reportara en qué estado estaba. Lo hice. Me quiso regalar un baúl con “los pendientes” de su padre y de su abuelo. No lo acepté.

De mi penúltima vacación –a partir de su muerte, ya tuve otra- le traje unos dulcecitos baratos que nunca le di. Me gustaba darle regalos baratos para señalarle los regalos baratos que él daba. Quizás por eso, y por su reclusión final, la gente no lloraba en su funeral. Pero aclaro que en mi niñez fue un tío fantástico, que me sacó a pasear y me enseñó mil cosas y me dio regalos y me quiso y yo lo quise de vuelta y lo admiré y lo vi en un lugar donde era fuerte y generoso y sonriente. Y muy Chellet.

Poco a poco su mirada se fue vaciando; cuando a mis 37 años me negué aceptar el baúl de “nuestros” pendientes, ya casi no quedaba nada en ella, o al menos nada que resonara en mí. Pero lo quise mucho. Fue mi tío de la niñez.

Me doy cuenta ahora que quizás lo que me unió especialmente a él es que tenía un tiempo compartido en Puerto Vallarta, de modo que cuando en las idas y venidas de mi infancia, aquellos años de inconstancia en que viví allá y aquí por igual, en las pocas cosas que fueron regulares (además del cariño de mis padres y mi necesidad de reconocimiento), estaba la visita semestral del tío Roberto, o el verlo en México para ir con él a Valle de Bravo. Su presencia en Vallarta me dio cierta seguridad, le dio constancia a mis afectos inconstantes.

Ahora que murió, en este mismo periodo de tiempo, a un político corriente se le ocurrió, de la noche a la mañana y con el pretexto de los juegos Panamericanos, demoler el malecón de esa ciudad, el puerto que me adoptó y en que veía a mi tío. Su malecón, más que tradicional, necesario, construido a partir de la necesidad de frenar al mar en sus embates anuales al centro del pueblo, donde por cierto está la casa en que viví durante esa infancia inestable. El malecón pues, que estaba ahí desde antes que yo naciera, desde antes que me mudara allí o que fuera a bucear con mi padre o con mi tío, desde antes que mi madre decidiera irse a vivir para allá, desde antes que mi tío comprara su tiempo compartido. A este político cualquiera se le ocurrió demolerlo y cambiarlo por otro, más estilizado y más moderno.

Digo de la noche a la mañana pues literalmente la obra se hizo sin ninguna consulta, sin ninguna información; un domingo en la noche se cerró el paso e inició la obra. Para el jueves gran parte del malecón estaba demolida. La gente organizó la protesta para el viernes. No pudieron hacer nada. En fin.

Pasa el tiempo, y ya no puedo decir que crezco. Ya no comparto, con esas viejas amistades, el ánimo por descubrir y darnos cuenta juntos de qué era los que nos iba convirtiendo en adultos. Poco a poco me distancio de esos viejos amigos, de viejos amores, de viejos sueños que ahora ya sé que nunca se verán cumplidos.

Veo que hacerse adulto de verdad, o acaso viejo, es irse haciendo de pérdidas.

Entra en mí –o siempre estuvo, vino heredado- el amor por lo perdido, el gusto la nostalgia. O resuena.

Guardo para mí el espacio que tuvo en mi aquello que estuvo y ya no está. Aquello que fui y ya no soy. ¿Es eso estar creciendo y estar vivo? ¿Eso me hace más lleno, o más vacío?

No quiero acabar como mi tío, ni como mi padre. No quiero tener nada que ver con la historia e improbable gloria de los Robertos Chellet.

En verdad sólo quiero ser feliz, y no puedo evitar ser nostálgico. Vengo aquí a tratar de ser ambas cosas, a intentar ser quien en realidad soy.