Wednesday, April 22, 2020

El tiempo-quehacer


En México llamamos “quehacer” a las acciones relacionadas con las labores domésticas. Así, si tenemos que sacudir, barrer, trapear, lavar la ropa (lo que los españoles llaman “hacer la colada”, que por dios me expliquen) lavar los platos (dicen los españoles: fregarlos, como si los descompusieran), y hasta poner orden en un escritorio, o comprar comida— hacer el mandado, esa expresión también muy mexicana— o cocinar, todo eso es quehacer. Si uno tiene mucho por escribir, o por investigar, será entonces que tiene mucho que hacer, o por hacer, pero quehacer, así, en un solo vocablo, agudo y contundente, es doméstico y, mayoritariamente, relacionado a limpieza.
Otra particularidad de quienes tenemos quehacer en México es una tendencia a darle posesión a dicho evento, es decir, a llamarlo “mi quehacer”. “Es que tengo que hacer mi quehacer”, decimos, como explicación a nuestro rechazo a una invitación al cine, o en estos tiempos, a una videoconferencia a media mañana.
También, quizás por un resago de los quinientos años que llevamos con una organización social clasista y de linaje, velada o abiertamente racial, en el que hay servidores y servidos, hasta la fecha, y en el que no pocas veces hay una correspondencia del lugar en que uno se encuentra, de servidor o servido, con el color de la piel, sucede que  por algún proceso compensatorio, aquellos que sirven suelen también, al menos verbalmente, apropiarse de aquello a lo que tienden o procuran, a lo que están haciendo el quehacer. “Lavar mis pisos” “secar mis trastes” “regar mis plantas”, y así con todo. ¿Por qué sucede esto? No lo sé. Supongo, simplemente, que lo hace más llevadero. Si uno va pasar un trapo o un cepillo por los cientos de metros cuadrados que conforman una hacienda, más vale hacerse de ella aunque sea de intención, o de pensamiento. O quizás, al hacerlo, al ejercer el esfuerzo físico de la limpieza, pone uno en ello su cuerpo y corazón, su afane, y de ese modo, aquello que lo recibe se hace propio, propio en verdad, aunque sea nada más para uno mismo.
Pero bueno, esas son particularidades lngüisticas del quehacer, y yo quiero hablar de sus particularidades físicas, físicas-cuánticas, físicas-físicas. Porque el quehacer, por lo menos, mi quehacer, en sus dimensiones espacio-temporales, en su disrupcion de mi vida cotidiana en estos tiempos de pandemia; y desde antes, desde mi adolescencia marcada para siempre por las sesiones de barrido y trapeado del departamento junto al mar en que vivía, he podido observar, que dichas dimensiones discurren en líneas de espacio-tiempo diferentes a la vida común y corriente. El tiempo-quehacer es otro, diferente del tiempo cotidiano y realista, comparable únicamente con el discurrir, también ajeno a lo cotidiano, de la temporalidad en algunas actividades de orden sexual.
Tómese, por ejemplo, el tiempo que transcurre entre decidirse a hacer quehacer y en que realmente uno se ponga a ello. Pueden pasar desde unos cuantos minutos, en los arrebatos limpiadores, escasos y cuasi milagrosos, hasta semanas o meses, incluso años. Ese rincón arriba del librero está en mi lista de pendientes, sé que lo voy alimpiar, quiero limpiarlo, voy a limpiarlo. Y entonces, pasan años. Todos tenemos rincones fuera del alcance inmediato, a los que habremos de acceder algún día, a largo plazo: ignoramos cuándo y quién habrá de hacerlo.
El quehacer cotidiano es necesario, es requerido, puede incluso tener un día a la semana designado por común acuerdo. Aún así, su cumplimiento dista mucho de ser tal como lo acordado. Por lo menos mi quehacer. Hemos quedado, en mi casa durante esta cuarentena, de hacerlo los lunes (el quehacer), pues los fines de semana se descansa de la agotadora semana que se pasó sin hacer nada. Si tenemos suerte, algo de quehacer llega hacerse por ahí del miércoles. El lunes, solo a veces; cuando nuestras voluntades se alinean, junto con los astros, cuando las cosas marchan; o cuando me veo literalmente, sea sutil o abiertamente, y más allá, mucho más allá de mi color de piel, pero también por relaciones de poder, de un poder de otra clase, obligado. Tal como en mi adolescencia.
Así que un discurrir temporal distinto es el que hay entre la intención y el hecho. Hay de hecho, una trampa lingüística que se vuelve filosófica y laberíntica, a la cual uno entra durante la faena: Para ponerse a hacer el quehacer hay que conjurar una maldición, un encantamiento: hay que sacar la espada de la piedra. La reacción en cadena que deviene de ello violenta el status quo: hacer el quehacer, se dice fácil, pero rompe el orden existente. El quehacer, para ser, debe estar pendiente, si no, ya no hay qué hacer, ya se hizo o se está haciendo. Hacer el quehacer es un atentado contra el orden sinecuanon de las cosas, del reposo universal. De la inercia que permite que la tierra siga girando tranquilamente en su órbita.
            ¿Y qué decir del tiempo que toma hacer el quehacer? Nada más cercano a una eternidad. Con todo y que mi mujer, por ejemplo, cronometreó la última vez que lo hicimos en conjunto (el quehacer): Dos horas cuarenta minutos. En ese lapso barrí(mos), trapeé(amos), sacudió, aspiré, lavó platos, lavé(amos) los baños, las jergas, limpié (amos) la terraza, etcétera. Sólo dos horas cuarenta, pero acabé en un estado de agotamiento espirtual del que hoy día —han pasado dos semanas— aun no me repongo. Ella tampoco, y por eso al empezar esta semana dijimos “ahora hagamos el quehacer cada quien lo que quiera hacer cuando quiera hacerlo”. No he hecho nada y ya estamos peleados. Y es que no he podido. No me gusta enfrentar la eternidad. O sí, pero de otros modos: en forma de música, de las páginas finales de un libro, de la emoción de un nuevo capítulo que empieza de una serie, o de algun tipo de actividad sexual. ¿Me entienden ahora?

El tiempo-quehacer es para mí, tiempo perdido. No solo perdido: tiempo arrancado a mi vida en el aspecto más metafísico del tiempo. Tiempo desgarrado de mi transcurrir en paz. ¿Será que exagero? Probablemente. Es también verdad que el tiempo postquehacer también se parece en algo al tiempo postcoital: cansado, uno observa su obra, recuerda su hazaña, se asoma, lleno de vida, a la muerte y la mira con valentía y garbo. Y vuelve a vivir con nuevo entusiasmo. ¡Pero no me abras la ventana, que hay mucho aire y mucho polvo, y mis muebles están prístinos!

Thursday, March 19, 2020

Meditaciones durante la Emergencia -Una Década Después


¿Diario? Durante la Emergencia

Jueves (19) — Día 3 en casa, todavía con salidas matutinas y compras locales.


Es difícil saber si tiene algún sentido. No que lo tenga, es difícil asignarle un sentido.

Lo que es un hecho es que cada día suceden cosas, hitos, cambios para ¿siempre? que por supuesto merecen ser anotados, conforme van sucediendo.

En cuestión de días, apenas de semanas, cuando mucho un mes, acaso dos, pero no más, el mundo se nos ha volteado como un calcetín sucio que uno pensaba estaba limpio e iba a guardar en el cajón con los demás. Ahora no sabemos qué hacer con él, dónde ponerlo, pues no hay agua. Por decir una metáfora. Por decir algo.

A mí lo que más me extraña por ahora, y en sentido íntimo, es que yo debería de estar acostumbrado a estar en casa. Debería. Trabajo por proyecto y por ejemplo, el año pasado mi primer trabajo ocurrió por estas fechas. Es decir, todo enero y febrero me los eché en blanco. En casa. Como si nada. Es cierto, iba a nadar. Al mercado, al cine, etcétera. Pero ahora que llevo apenas 3 días de encierro voluntario, en una cuarentena preventiva, cuando sólo hay una veintena de casos de Covid-19 en la ciudad en que vivo, es para mí muy curioso como mi escenario mental es completamente diferente: No estoy tranquilo, las horas pasan lentas, me pregunto qué va a ser de nosotros. Me quiero preparar botanas todo el tiempo. Mi mujer entra al estudio a anunciar orgullosa que ya es la una de la tarde.

Tengo la ayuda de mi tornamesa, que se desenvuelve en fragmentos de tiempo llamados discos, que voy poniendo uno a uno y que cada cierto número de minutos me obligan a ponerme de pie, para cambiar de lado.

Tengo la ayuda de mi mujer, que está organizando una resistencia cuasi militar a la suciedad de allá afuera, a los demás.

Tengo la ayuda de mis mascotas, que no dejan de ensuciar, con lo que contribuyen a que, con lo que ensuciamos nosotros mismos, siempre, siempre, siempre, haya algo que hacer.

Tengo la ayuda de mi terapeuta o psiconalista, con quien tuve ayer mi primera sesión en nuestra historia de casi veinte años, por vía remota, por teléfono con imagen, como si estuviéramos en el futuro. Dormí mejor ayer que antier, por eso digo que ayuda.

En fin, estoy reaccionando —tarde— a ese impulso que tuve hace semanas cuando los encabezados de los periódicos del mundo me parecían inverosímiles y pensé en coleccionarlos para el futuro. No lo hice.

“Bolsa de NY se detiene automáticamente ante la caída de los primeros minutos para evitar más pérdidas”. —No lo guardé, ha vuelto a suceder muchas veces, las bolsas han caído más del 30%, más que en el año de 1987, más, creo que en la gran depresión del 29. Y no una. Todas. El petróleo, ese combustible anticuado que se resiste a morir, ha bajado su precio a niveles, también, de hace 20 años. La economía global exhibe su artificialidad.

“Ante la escasez de gel antibacterial, el Alcalde de NY pondrá a los presos a producirlo en las cárceles”. — No lo guardé; hoy ya hay otros países, incluyendo el nuestro, donde en las cárceles se confeccionarán mascarillas, que también escasean.

“Crucero con infectados es impedido de atracar en el puerto de…” —No recuerdo si era el de Japón o el de USA, que pasó por México. Cuando todo empezaba. Fue el primero que me llamó la atención, era como una novela de Julian Barnes. ¿Cómo dividir a los puros de los impuros? ¿Cómo saber cuál es cuál?

“Isis recomienda a sus terroristas no viajar a Europa” – Ese sí lo guardé, no había manera de ignorarlo.

 “Colombia bans Colombians from entering Colombia”. Ese también, Latinoamérica poniendo un poco de realismo mágico al asunto. Las fronteras se han cerrado, una a una. Venecia, dicen, se ha limpiado. Los turistas globales, esa plaga, ha abandonado Roma, Paris, Dumbo, donde los vi hace poco, pululando.

Las ciudades chinas han vuelo a ver el cielo azul. Para mí esto es lo más importante. Un virus, microscópico, nos está obligando a hacer lo que tendríamos que haber hecho hace mucho, por el planeta entero.

Detenernos. Parar.

Hay suficiente cultura como para disfrutarla, analizarla, por generaciones. No necesitamos nuevos productos. Hay suficiente dinero y comida para todos. Sólo hay que distribuirlode una forma diferente.

Jeff Bezos tiene que socializar su fortuna. Y con él todos los demás. Y todos podemos vivir con bastante poco.

Y mientras darle un respiro al mundo. Era inevitable y esa es la verdadera crisis que empieza por fin a ver una acción en consecuencia. Es curioso que pocos lo mencionen o lo noten, o no todavía.















Thursday, February 13, 2020

No soy político


No soy político porque lo probé algún tiempo y no encontré la manera de salir airoso. Tendría catorce o quince años, y participé en el proceso de selección del Presidente de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Secundaria Técnica Número 3, en Puerto Vallarta, Jalisco; lo que los alumnos sencillamente llamábamos “Las Planillas”. Cada año, se organizaban dos o más equipos contendientes, y se asignaba un día para hacer una gran fiesta o “Día de las Planillas”. Cada planilla llevaba un equipo de sonido, se ponían uno enfrente del otro, y el que sonara más fuerte, normalmente ganaba.
            Yo hice mi planilla, confieso, no recuerdo por qué. Pero en fue en esa época que mi narcisismo era exacerbado y no velado y reprimido como ahora; no dudo que haya querido ser presidente de la sociedad de alumnos sólo por ser presidente de la sociedad de alumnos, que es por lo que me supongo que, en el fondo, todos los presidentes de algo quieren ser presidentes de algo. Así que si alguien me lo propuso, lo acepté, y si no, pues lo propuse a alguien y lo aceptó. Escogí el nombre de mi planilla, le puse “Esfuerzo”, característica por la que no me distingo especialmente, y a decir verdad, cada vez menos.
            De equipo de sonido, llevamos a los Fat Winners, un par de gemelos gordos que eran DJ’s y con los que se inició una próspera relación músico-eventual: ellos tocarían después en nuestra fiesta de graduación. Una de las cumbres en mi vida fue cuando me preguntaron que con qué canción quería empezar la fiesta. Pero eso sería al final del año; por ahora, tocaron para nosotros, no recuerdo si gratis, pero es probable, y ganamos: los Fat Winners eran los mejores.
            Lo primero que sucedió tras el triunfo es que el director me llamó a su oficina y me invitó a formar parte del PRI. Me invitó a ir a la sede regional a presenciar lo que, me dijo, ellos llamaban “el pleno” Desde entonces cada vez que escucho en las noticias que algo se debatió o decidió “en el pleno”, pienso en los ojos inyectados de sangre de ese director. No me uní al PRI. Fui, me aburrí como una ostra y nunca volví. Y al director lo evité siempre. Era un ser tenebroso, oscuro. Tiempo después su hijo se vería involucrado en un asesinato, y mi hermano se atrevió a ser el único testigo que declaró. Hasta ahora veo que fueron por las circunstancias generadas por la presión de ese asunto, las que hicieron que al poco tiempo mi hermano se fuera de Puerto Vallarta al D.F., de regreso con mi padre. Del director sabíamos dónde vivía: de hecho, en nuestra misma calle, a varias cuadras bajando el cerro. Hoy en día, cada vez que paso por ahí, es decir, cada vez que llego a mi casa de Vallarta por ese lado, pienso en él, en su hijo y en sus ojos inyectados. Cómo hay cosas que duran para siempre, y uno nunca sabe, en el momento, cuáles han de ser.
            Mi primera acción de gobierno fue organizar una rifa y volver obligatoria la compra de boletos. Era para recaudar fondos para nuestra presidencia, había que pintar las canchas y empezar a juntar dinero destinado a la fiesta de graduación. Era fantástico: fuimos a la imprenta y mandamos a hacer boletos con talonarios relacionados a un sorteo de la lotería nacional; mi mejor amigo era el tesorero, un cuate muy simpático del que fui muy cercano y que nunca he vuelto a ver. Rifamos una lavadora, una estufa y un refrigerador, cosas que más de uno en esa escuela necesitaría. Éramos muchos: de cada grado había salón A, B, C, D, E y F, cada uno con cincuenta o más alumnos, y parecía que los acomodaban según los resultados del examen de admisión, por  lo que los de la mañana del A y del B éramos los aplicados y “cremas”, y los de del D en adelante, los burros y desmadrosos. En toda mi experiencia educativa en Puerto Vallarta pude ver de primera mano lo que está fundamentalmente mal en este país: salones multitudinarios en los que nadie está motivado a hacer nada y todo aquel que haga algo bien es visto desaprobatoriamente. En fin, mi tesorero y yo nos dimos a la tarea de ir salón por salón recolectando el dinero de cada alumno, le dábamos su boleto a cambio y listo. Hasta que el galán de una chava que me gustaba, un grandote que iba en la tarde, y en el F, me dijo que él no iba a comprar boleto mientras me sostenía, retador, la mirada. “Yo te lo invito”, le dije. “No quiero que me lo invites”, me respondió sin moverse de la silla, mientras yo me pasaba a la siguiente fila tragando saliva y haciendo como que no había escuchado. Fue la primera oposición que enfrenté. No fue la única.
            Y es que, como sabrá cualquier miembro de una asamblea de vecinos en condominio, del comité de rescate de algún parque, o de cualquier organización de acción social, resulta que siempre hay los siguientes actores: Alguien como yo, que hace las veces de “gobierno”, con más o menos buenas intenciones, en nuestro caso, pintar la cancha y juntar para la graduación. Luego está el pueblo bueno o acarreado que acepta las medidas del “gobierno” con más o menos entusiasmo y esperanza, y con ello, cierto esfuerzo. Se suman los opositores francos, como el grandulón ése, al que no queda sino ignorar para evitar la violencia. Después, los peores, los  “críticos”, que lo único que hacían poner en cuestión la validez de nuestros métodos  y propuestas, de nuestras acciones. Insoportable, porque siempre había quien los escuchaba; la masa, los que no se atrevían o no podían expresarse a modo individual, que siempre filtraban sus apreciaciones en el rumor y la opinión velada, y que nunca estarían contentos ni satisfechos con cualquier cosa que se hiciera o se intentara. El caso es que, ante la oposición manifestada por el grandote de tercero F, a la chava que me gustaba dejé de hablarle de inmediato.
            Por otro lado, estaba la incomodidad de ser figura pública. De otras escuelas llegaban pequeños grupos para buscarme pleito o simplemente ponerme una golpiza. ¿Quién es Chellet?, preguntaban en las inmediaciones de la escuela. Recuerdo claramente que por lo menos una vez los confronté, es decir, yo mismo les respondí directo y a la cara: “No sé, creo que anda allá dentro” señalando a lo lejos. Yo había visto la película Gandhi y estaba familiarizado con la no-violencia, esa era mi versión. En el malecón, que era escenario de paseos y pleitos domingueros, en uno de los cuales murió el conocido de mi hermano, alguna vez me pegó un helado en un hombro; apliqué la misma técnica e ignoré el frío que me llenaba toda la parte alta de la espalda mientras seguí caminando. Yo era pacifista, a mi nadie podía tocarme. Más de una vez; más de tres veces he utilizado esa técnica: hasta ahora me ha funcionado. 
            Yo no sabía, pues, hacer política. Las rayas de la cancha, cuando hubo dinero para pinturas, las tuve que pintar yo; apenas recuerdo a alguien que me ayudó a guiarlas con cinta adhesiva. La mochila con el dinero de la rifa estuvo meses y meses en mi buró, junto a mi cama, y sí, de vez en cuando agarraba alguna moneda o un billete para algo. La fiesta de graduación, eso sí, fue un éxito, aunque algunos se quejaron de que sólo podía ir el alumno y un familiar. Curiosamente yo vivía solo con mi mamá. ¿Qué querían? Éramos seiscientos alumnos de tercero de secundaria: mil doscientas personas en una fiesta, es bastante, ¿no?
            Supongo que las familias que ganaron la lavadora, la estufa y el refri estuvieron muy contentas. Las canchas, recién pintadas, duraron un par de días.
La vida pública me desilusionó, sobre todo, por la interminable tarea de enfrentar a los críticos, y el desencanto del pueblo. Nadie nunca contento, todos siempre con ideas, una que otra buena pero sin voluntad para llevarse a cabo. El poder-poder corrupto (el director de la escuela, la Federación de Estudiantes de Guadalajara, célebres porque andaban armados) al acecho siempre, buscando algo que nunca supe bien a bien qué era. Estábamos en secundaria, yo tenía quince años. Después de eso no volví a la política, al pleno. Sólo organicé la fiesta de graduación de la preparatoria; un solo salón, en escuela privada, y la publicación del anuario. Pero eso fue tres años después, ya por la época en la que mi padre, en una de sus últimas pláticas, y pensándolo bien, debe haber sido la última vez que hablamos frente a frente, me preguntó qué iba a hacer de grande. Esa plática marcó mi vida; me dijo que había dos caminos: el del dinero, que él personalmente me recomendaba: si me hacía ingeniero como su hermano, me habría de ir muy bien, usando sus contactos; el otro camino era el del conocimiento, el de dedicar toda la vida a contribuir a darle al pueblo de México un rostro y un corazón.

A los diecisiete, quién habría podido resistir esa frase.