Thursday, August 28, 2014

Atardeceres, vuelos en avión, mascotas, comida e hijos o el por qué de las bocinotas



Acabo de entender lo que nos une inconscientemente - supongo que ya está muy dicho, pero ahora a mí me toca- y que hace que todos o al menos muchos tomemos fotos de atardeceres, amaneceres, vuelos en avión a través de la ventana, playas y a nuestra comida.

Es una consecuencia del sentimiento de estar vivo. Es una manera de decir: estoy vivo, estoy aquí.

Ese sentimiento es previo, es antes de la foto. Es lo que sentimos al estar vivos y estar ahi, frente al atardecer, en el aire, a punto de comer algo rico. Ese momento en que todo se concilia.  Ese que hace que el adolescente anhele ser artista. En historia del mundo todos habríamos sido artistas si fuera tan fácil como hacer un click. Ahora lo es.

Luego se interconecta y se vuelve conductista: Estoy vivo, lo percibo, lo siento, luego tengo que tuitearlo, fotografiarlo, documentarlo y compartirlo, pues lo estoy sintiendo. Y si al hacerlo, después, recibimos aprobación, pues el circuito está cerrado: Pavlov.

Mi referencia a las bocinotas tiene que ver con los shows audiófilos, esas muestras de audio donde cada marca tiene un cuarto -supongo que serán hoteles, nunca he ido pero he visto fotos) con sus amplificadores favoritos y bocinas, bocinotas, cada vez más grandes y más perfectas. Y más caras.

Según yo, el origen de la obsesión audiófila es la misma, el sentimiento oceánico descrito por Freud, ese que se siente en los atardeceres, frente al mar, la rica comida, etc. En el caso del audiófilo, el deseo es explícito de penetrar en ese mundo, de ser llevado por él, de perderse, de ser absorbido por la gran ondulación universal. Somos materia y somos ondas.

Algo similar sucede con quien postea a sus mascotas, o a niños propios o ajenos: para el que lo conoce, es producto del gran gozo de conectar con otros, de atestiguar y plasmar de alguna forma nuestra interrelación con otros seres, con nuestro mundo vivo, no sólo estético y cósmico: empático, en el que nos podemos poner en el lugar del otro: humano.

Por eso las fotos en línea de toda la gente se parecen tanto.

Es obvio. Como que las asas de las tazas son para no quemarse. Pero qué bonito es descubrirlo uno solo.

Y luego compartirlo. A ver si me dan like.

Thursday, August 7, 2014

Promesas de Verano

Tras Oaxaca


Vengo a contar una historia ya muchas veces escrita. Pero esta ocasión es mía y soy yo el que la cuento, y lo hago para intentar conocerme o reconocerme, porque sé que de una forma o de otra, a partir de ella no puedo o no debería ser el mismo. Si en algún momento intenté protegerme con cinismo, hoy no creo poder permanecer indiferente.

Conocí a unas personas que viven en una colina apartada de un lugar muy lejano.

Un río que crece con las lluvias los separa del resto de la gente. Comen lo que siembran y cosechan una vez cada año –maíz, frijol, calabaza– , y de lo que encuentran en el bosque: plátanos, quelites, hormigas.

Son casi puras mujeres. El señor o los señores se fueron a trabajar la uva en Hermosillo, o a Estados Unidos, no pude sacarlo realmente en claro; no sé si ellas realmente sepan dónde están. Una mujer llamada Josefa, de cuyos hijos conocí a Cristina, Casimiro, Daniel, Luz María, Araceli y Adelaida; con ella vive su hermana Ana María y sus hijos Yahir, Citlali y William. También vive con ellos una anciana diminuta, la suegra, madre de uno de los señores ausentes.

Su casa es, en verdad, bonita. Consta de dos cuartos, uno es de paredes de adobe y el otro de tablones verticales, por los que se filtra el aire y la luz del sol que forma rayos resplandecientes por el humo del fogón. El cuarto de adobe es el dormitorio de todos los mencionados; el de tablas es la cocina y comedor. Tienen una mesa, dos sillas y dos bancos de plástico. En la recámara hay un refrigerador y una cama de latón, que solamente utiliza la hermana grande, Cristina, cuando viene de visita ya que ella estudia en una ciudad a unas cuantas horas de allí. Los demás duermen sobre sus petates y cobijas. No pude saber de qué forma se acomodan todos, pero sí me mostraron las pequeñas cómo duermen: se veían cómodas, descansaban.

Es una familia que no tiene nada o casi nada. Ni siquiera una silla para cada uno.

Una sola fotografía en una las paredes, la de la abuela de Josefa con Josefa de pequeña, en un desteñido blanco y negro y un marco dorado raído. Dos fogones en la cocina, para las ollas y para el comal. Un metate para hacer las tortillas. Piso de cemento subvencionado por el gobierno federal en años recientes. Machetes, platos hondos de plástico que utilizan como vasos, platos de loza que usan para el pozole cuando hay fiesta. Un carrito sin ruedas. Balones ponchados de basquetbol. Un aro colgado en un palo junto a la milpa de afuera de la casa. Un lavadero de platos que sirve también de regadera, al que llega un manguera con agua del rio.

Más arriba, con vista a las montañas, una recién instalada letrina de madera. Unas gallinas recluidas con barda de alambre. Perros por todos lados que, dicen, no son de ellos, y que la abuela saca a varazos de la casa cada vez que se atreven a entrar. Y nada más.

Llegué a conocerlas y a estar con ellas unos cuantos días pues todos los niños en edad escolar van a la escuela. Cada mañana caminan dos horas para llegar a sus clases y
dos horas para regresar. En su casa ayudan a limpiar la milpa, a limpiar las plantas de café que cada año venden por costal. Traen leña, agua, cocinan atole o muelen el maíz. La vida y el trabajo son lo mismo. La escuela es un descanso y un momento feliz. Fui contratado para filmar un documental sobre su camino a la escuela.

Así que finalmente estuve con una familia de uno de los “pueblos originarios” como se intenta llamar ahora a los pueblos indígenas, a los que siempre han estado allí, cerrados y encerrados en su tradición de milenios, en su otredad, en su profunda pureza. Josefa y su familia son Triquis, de la sierra de Oaxaca: Triquis “de la Baja”. Los Triquis son minoría entre los indígenas Oaxaqueños; los Triquis de la baja, la minoría entre los Triquis. En el pasado se separaron de los Mixtecos y Zapotecos, se relegaron; la orografía del terreno los separó de todo, y aún entre ellos se relegaron más. Hablan un Triqui diferente a los “de la Alta”; y aunque su idioma suene parecido, no se entienden, tampoco se quieren, entre las distintas alturas de la montaña.

Van a la escuela, entre otras cosas, a aprender español.

Y sí, aquí estoy a contar la vieja historia del hombre “civilizado” que se enfrenta a un pueblo, llamémoslo así, en situación de pureza. De Rousseau a Gaugin, las más luminosas y las más perversas intenciones han permeado siempre la relación entre el que “sabe” y los que “saben menos”.

¿Qué vi, qué tengo que decir al respecto? Aún no lo sé.

Vi que a esos niños y niñas los atropelló nuestra presencia, que mal que bien, espero, fue positiva. Las mujeres de mi equipo los llenaron de besos y de abrazos, que pareciera no conocían, y agradecieron desde un lugar profundo, mucho, esas muestras desacostumbradas de familiaridad y de cariño.

Procuramos no alterarlos. Les dimos cosas, sí, pero cosas que ya tienen o usan. Les cambiamos sus balones ponchados por unos nuevos. El carrito por uno con llantas. A Josefa le dimos despensa (se ahorrará así un par de viajes cargada cruzando el rio), y unas fotografías de sus hijas el día que se graduaron de primaria y nos tocó estar allí. Fue la única cosa que me pidió Josefa, que le tomara fotos a sus hijas, pues no había conseguido quien lo hiciera, y me tomé ese encargo tan o más en serio que el documental por el que fui. Le imprimí las fotos y cuando se las di, intentó pagármelas.
Mató una gallina y preparó una enorme olla de pozole que compartimos con el patio lleno de globos para celebrar la “clausura”, como se llama allí a la graduación de primaria. Eso sí, durante la fiesta ninguna sonrisa ni muestra de cariño a las niñas, que solamente nos servían pozole y comían del suyo calladas, sonriendo nada más a nuestras bromas y comentarios, que también eran los únicos. La abuela daba varazos a los perros, golpeando a tres o cuatro de un solo movimiento de brazo. Los tíos y padrinos que vinieron por la ocasión, también callados y serios. ¿Sería eso la fiesta, la celebración? No hay modo de saberlo.

En esta visita se me hicieron presentes muchas de las verdades del mundo. Que no se puede observar sin alterar lo observado, para empezar. Que se puede fácilmente someter a un pueblo entero a través de la marginación y la pobreza. Que está ahí, siempre presente, una fuerza muy oscura, muy perversa, asociada al progreso y en una enorme extensión de la historia del mundo, que se llamó esclavitud. Sometedlos y tendremos generaciones de esclavos, piensa para sí mismo el poderoso, y lo ejecuta. Hacedles algún favor y los tendremos a nuestra merced, pensó el liberal y humanista. Eso se piensa, eso pasa. Démosles cuentas de espejo. O dejadlos como están, no necesitan nada, piensa alguien más. Ya morirán.

Su idioma es extraordinariamente complejo. Usan sonidos que nosotros no tenemos, guturales y nasales. Suena a Chino o Tailandés, a Malayo. Vocales dobles y triples que para nosotros suenan casi idénticas, pero que son la diferencia entre “café” “viernes” y “frijol” y “viernes santo”. Es decir, todas estas eran la casi la misma palabra, sin serlo. Era algo así como “rrnae”. Dependiendo de dónde salía y cuánto duraba cada vocal o cuál se acentuaba, era uno de los anteriores. Ninguno de nosotros pudo aprender una sola palabra bien.

En esa comunidad viven, más o menos mil personas que hablan el Triqui de la baja. Es un idioma oral. Escribirlo, dicen, es muy difícil. Se ha inventado un método para escribirlo “en cristiano”, pero me contaron, que si ellos mismos escriben algo y después intentan leerlo, no lo entienden, así sea de su puño y letra.

¿Qué va a pasar, qué puede hacerse por ellos o con ellos? No lo sé. Creo que el internet podrá llevarles conocimiento útil. La implementación, como el de la letrina que vi y que era nueva, de sistemas de captación de agua de lluvia (aunque ahora que lo pienso, para qué querrían ellos el agua de lluvia, si ya la tienen y la usan desde siempre?) o de compostaje. Los campos de maíz de aquellos que tienen vacas crecen más grandes que los de los demás, por el abono que éstas producen. Pero casi nadie tiene.

El comercio justo, si les llegara, sería importante. A ellos les compran el kilo de café rojo, es decir, en vaina antes de limpiarlo, secarlo y tostarlo en 5 ó 6 pesos. Yo compro café de Oaxaca en la Ciudad de México a 110 pesos el cuarto de kilo. Ya hay alguien en su pueblo que está intentando hacer del café un negocio y pide prestadas cada año las canchas de basquetbol del pueblo para secar el café local. Creo que han logrado venderlo a 50, lo máximo, y eso, ya tostado. Pero ésta fue una plática en mis 15 últimos minutos con ellos. Durante mi estancia allí, nada más lejano que la palabra “negocio”.

Ellos trabajan sin parar, todo el día, limpiando de hierba la milpa, donde crece el frijol, una enredadera, a la que guía va guiando hacia arriba la planta del maíz. La Calabaza se extiende por el piso llenando grandes superficies a la sombra de las otras dos. Todo lo que trabajan allí todos los días no es para vender, es para lograr tener de comer durante todo el año. Son sustentables. Son autosustentables. Son todo eso que ahora buscamos, añoramos y vemos como única salida al gran problema de la sobrepoblación mundial. Sin embargo no sé si esté del todo bien. Es demasiado trabajo, a esas niñas les hacen falta vitaminas, las manchas en sus rostros lo delatan. Les hace falta juego, les hace falta cariño.

¿Quién va a dárselos?

El basquetbol, la canasta, les ha cambiado la vida. No sé desde cuando lo juegan pero es el juego de todos los niños de esas comunidades. Hay muchos niños y se han organizado. Tienen un albergue para niños sin padres donde hacen campamentos en los que entrenan todos los fines de semana y durante el verano. Nadie gana dinero en ese albergue y todos los niños comen gratis. Es la comunidad organizada para que eso suceda, se matan gallinas y con eso se alimenta a los más de 500 niños que van de una veintena de comunidades cercanas.

Yo los vi jugar basquetbol como ahora los ha visto el mundo, y es fascinante. Juegan descalzos, bajo el sol, todo el día. Los más pequeños son los más aguerridos, avientan la bola para meterla en la canasta a la altura reglamentaria, y lo logran. Corren descalzos sin parar, todas las bolas las pelean, las defienden, no paran.

De entre esos niños armaron una selección y ganaron una competencia importante, descalzos, en Argentina. Luego perdieron, meses después, en Barcelona, el mismo día que descalificaron a México del mundial de fútbol. Pero todo México volteó a ver a los niños Triquis que ganaron jugando descalzos. Entiendo que los argentinos quisieron regalarles sus tenis y que no los aceptaron. El caso es que esos juegos, esos triunfos, han propiciado una nueva mirada de ellos a sí mismos. Empiezan a sentir orgullo de ser Triquis. Estoy seguro que yo llegué allí por ese mismo “éxito”. Ser Triqui está de moda, quienes me emplearon para filmar esta historia seguramente por eso los conocieron.

Yo no sé qué será de ellos. No sé que les dará a esas niñas el haber ido a la escuela. Pienso en la vida en las ciudades en su complejidad. En el escarnio que viven los indígenas ante lo urbano. ¿Para qué querría un indígena vivir esas vejaciones? Pero también, ¿es realmente buena la vida de ese tremendo trabajo diario sólo para poder comer?

No sé, tampoco, qué podría o pudiera hacer por ellos. Por supuesto que desarrollé cariño en estos días, por esas niñas, la mediana de mirada reflexiva, la grande de mirada fuerte, el pequeño incansable e irreductiblemente descalzo de mirada juguetona. No sabría qué hacer, qué llevarles, cómo ayudarles. Les agradezco con todo lo que soy el que nos hayan permitido entrar a sus vidas a atropellarlas, el que hayan llegado todos los días que los llamamos a su cita en el rio a las 6 de la mañana, que hayan reído con nosotros, que hayan vuelto infinitas veces a caminar para la cámara. A su mamá le agradezco el pozole y el haber cocinado para nosotros esos quelites inolvidables con chile, envidia de cualquier restaurante de cocina nueva mexicana; pero le agradezco dolorosamente el habernos prestado a sus niñas, pues sé que lo hacía con esperanza, con una esperanza de cambio y de ayuda que no sé si llegará, no sé que haga por ellas la película, solo sé que será mucho menos de lo que se imaginan, de lo que esperan, de lo que anhelan y que quisieran sin saber que en realidad no lo necesitan. O sí lo necesitan, no lo sé, es complejísimo, creo que nunca nadie ha sabido bien a bien qué hacer de todo esto.

Quisiera creer que se me ocurrirá algo, pero en el fondo sé que les tomé una última foto para no olvidarlas, y que he regresado a mi ciudad y que eso que ellas tocaron quedará así, tocado, pero ellas pronto empezarán a ser sólo recuerdos, luego imágenes que veremos una y otra vez mientras estamos editando, caminarán de mil maneras su camino hacia la escuela. Poco a poco volverán a ser símbolos y también fantasmas y se diluirán en mi vida de tráfico y compromisos, y ellas seguirán en su colina, en su montaña, esperando que regresemos a enseñarles la película, no sé si pase. Lo deseo, lo deseo mucho, pero no sé si pase.

No sé quién llegue a ayudarlas. Y si alguien llega a hacerlo no sé cómo lo haría. Y mi historia, esta del hombre emocionado de haberse acercado a algo que normalmente está cerrado, y que se abre momentáneamente, para volverse a cerrar, pues es eso, una historia de no-cambio, es apenas un atisbo, un asomarse a un lugar muy profundo que también vive en mi alma pero no sale de allí. No creo volverme activista social ni comerciante justo, aunque me gustara. Siempre supe que el mexicano come maíz frijol, chile y calabaza: ahora sé cómo se siembra, vi lo que es vivir todos los días en la suave dureza del campo.

En mi azotea de la ciudad, desde hace un tiempo que intento emularlo y siembro jitomate; una de las plantas da unos tomates amarillos que no maduran nunca, y se mantienen rígidos por meses, aguantan todo. Nunca los he tirado, eso es verdad, los tengo todos: no sé que hacer con ellos. Son como puños cerrados.

Y aún no sé qué buscar, en el fondo de mi alma. Allí quedan, por ahora, sus miradas.


México, D.F., 20 de julio de 2014.