Monday, March 30, 2009

Infancias, fotos, ausencias.

Cuando pido un huevo estrellado en el arroz, todavía hoy le hago hoyitos con el tenedor a la parte inferior de la yema para que ésta se distribuya a mi gusto en la mayor cantidad de arroz posible, dejando la clara libre para la salsa, que irá encima.

Esta elaborada técnica la inventé y desarrollé de niño. De adulto se me ha venido complicando, junto con muchas otras, hasta grados comprobables de neurosis. Mucho de ello lo aprendí de mi papá.

Alguna vez él nos preguntó, a mi hermano y a mí, si sabíamos por qué los ancianos ven hacia abajo al caminar. Nos explicó que tienen la esperanza de encontrar, en su camino, la infancia perdida.

Mi padre nos tomaba muchas fotos. Con su cámara manual, que tenía un fuelle de cuero negro, un lente plateado con palanquitas y un visor minúsculo. Ponía el diafragma a ojo, de acuerdo a si estaba nublado o soleado, y contaba con grandes pasos la distancia entre la cámara y nosotros para poner el foco. Eso nos daba tiempo para inventar todo tipo de poses que en aquel entonces nos parecían divertidísimas y que ahora simplemente no nos podemos explicar.

Luego nos hacía álbumes y nos los regalaba con un escrito grandielocuente y emotivo sobre lo que habíamos hecho juntos ese año. Todo esto, en esa época, era análogo; es decir, se revelaba, se imprimía, y se pegaba con Pritt. Aún guardo esas fotos y de vez en cuando me asomo a verlas y a constatar como poco a poco se van decolorando. ¡Hasta ahora caigo en cuenta de por qué mis recuerdos son casi siempre de día y en exteriores!
La infancia y la fotografía van juntas. Sobre todo si son los adultos los que toman fotos a los niños, y más aún , a sus propios niños, preocupados por retener ese brevísimo instante en que los niños son niños, y son propios.

Y no es solamente así. Uno quisiera un lente que transformara nuestra visión, que la regresara al modo en que veíamos de niños. Y un lente más para ver a los mayores como cuando ellos eran niños. Otro para vernos a nosotros mismos y revelar, en nuestro presente, nuestra infancia. Quizás existen; quizás todos los lentes así funcionan y permiten traer de vuelta, por el instante de un click, al azoro ante lo bello, el gozo por lo inesperado, la emoción de ejercer la profesión de espía internacional o de ser un factor clave en el desarrollo de la civilización por haber capturado ese instante específico en una cámara, que todos los espectadores del mundo van a apreciar. Ese placer del click es tan válido como el de estar inmortalizando el desempeño del mejor atleta o científico de la historia mientras da apenas sus primeros pasos.
Quizá la labor del fotógrafo, -y la de cualquier artista, o la de todos- es la de buscar, procurar y recrear la infancia, que es sobre todo una forma de ver el mundo, antes de tener que buscarla caminando encorvado y viendo al piso.

Yo no sé si de viejo la seguiré buscando, quizá lo haré siempre. O si efectivamente la habré mantenido resguardada gracias a las fotos que me tomó mi padre, o escondida a trozos en rasgos de neurosis. No sé cómo serán mis hijos, si los tengo, y qué relación tendrán ellos y su generación con el infinito número de fotos y videos y bytes y kilobytes y terabytes dedicados a ellos, que traducidos a un solo pase de diapositivas, problablemente durará varios meses y nadie verá de corrido, como yo ahora puedo ver los álbumes dedicados a mí con la minúscula letra de mi padre y titulados y ordenados por año. ¡Son tan pocos!…

Por lo demás, recomiendo mucho lo del huevo estrellado. La yema se aprovecha al máximo, lo garantizo.

Wednesday, March 25, 2009

A mí sólo me entienden las jícamas. (Y yo a ellas por cierto)