Saturday, June 4, 2022

La película del piloto 36 años después.

  Tras la oscuridad apareció el piloto, ya entrado en años y con ropa de civil, sentado como yo en una butaca de cine pero él enorme en la pantalla, hablándole al público, agradeciéndonos a todos por haber ido a ver esa película ahi, a “la pantalla grande”. El piloto en un cine agradeciendo a la gente del cine el haber ido al cine… ¿qué, hubo acaso una pandemia que nos encerró a todos por años e hizo cambiar nuestros hábitos de consumo audiovisual? Pues sí, hubo eso y hubo caos,  pero estamos creyendo que ya pasa, y entonces empezó la película, con imágenes idénticas a la de la película original; mi mujer y yo chocamos codos y nos dijimos al unísono, “¡La Incondicional!”, pues somos de una generación, a la que llamaremos X —de hecho así nos llaman, Generación X— que quizás fue la primera en la historia en ser observada y analizada todo el tiempo en pos de descubrirle y generarle hábitos de consumo, uno tras otro, sin pausa y sin fin, y como la película original del piloto, salida hace 36 años, fue un gran éxito, los ejecutivos de alguna disquera Mexicana decidieron imitarla en un videoclip de Luis Miguel, y por eso fue lo primero que mi mujer y yo reconocimos, pero entonces ya había empezado la música, una gran rola de acción de un compositor que ahora sé quién es, cómo se llama y cuál es su legado, Giorgio Moroder, lo conocí en un disco homenaje que le hizo un grupo francés en 2013, todo en mi época es así, se recicla y homenajea por no decir se repite, y así que ya en la película estaba el piloto piloteando otra vez, no más joven que en su inicial imagen de agradecimiento, pero sí más producido, más peinado, con su vieja chamarra con parches y estampas, con su overol de piloto aviador con la manga arremangada que todos imitamos hace 36 años, con su sonrisa arrogante y ese corte de pelo perfecto que yo recuerdo haber envidiado desde los doce años, que era la edad que yo tenía cuando salió su película; recuerdo haber visto ese corte de pelo con mucho cuidado, haberlo estudiado prácticamente, a él se le hacía un triangulito en la sien arriba de la oreja por las distintas densidades de su pelo, a mi no, recuerdo haber estudiado ese corte de pelo no en un póster sino en la tienda de discos, en la portada del disco que no compré y no tuve pero deseé siempre, como veía que deseaba la mujer detrás del piloto al piloto, de eso se trataba la película, y para mí fue de las primeras veces que ví eso, el deseo de una mujer por un hombre, eso es lo que yo veía en la película y si mal no recuerdo era lo que me importaba, entender cómo se podía uno acercar a las mujeres, aunque también era fácil deslumbrarse por los aviones de combate, yo tenía un amigo en esa época que era muy aniñado, es decir él seguía en los juguetes mientras yo ya quería dar el paso a las novias, él era muy chistoso y hacía bromas y chistes todo el tiempo, en eso se parecía al personaje sidekick o comparsa del piloto, alias Goose o Ganso, que siempre decía todo en broma y así mi amigo, una invitación a un evento de la escuela decía “a las siete de la tarde” y mi amigo dijo “no vayan a venir en la noche porque les da sueño”, y desde entonces recuerdo a mi amigo cada vez que alguien dice siete de la tarde en vez de siete de la noche. Recuerdo que yo observaba que a mi amigo sí se le hacía el triangulito en la sien igual que al piloto y a diferencia de mí, que tengo el pelo tan lacio y delgado que no hace triangulito en lo absoluto, pero quizás esto ya es exagerar y querer meter mis recuerdos a todo, pero es o debe ser al menos un poco cierto; lo que sin duda pasó es que mi amigo murió en ese año, murió niño, en una operación y anestesia mal llevadas; fue la primera muerte cercana de un amigo, y yo lo lloré y la escuela lo lloró y en sus homenajes yo le dedicaba en mi pensamiento la frase de la misa “llenos están el cielo y la tierra de tu nombre” o algo así, y entonces ahora en la película del piloto 36 años después, cuando el piloto y la película se dedican a llorar o rememorar a Goose, el sidekick que muere en la película original, yo no pude evitar pensar de nuevo en mi amigo niño con su juguete de avión, con sus chistes y su triangulito en el pelo, y en cómo el cielo y la tierra pueden o no estar llenos con su nombre pero yo ya no lo veo. La nueva película continuó y apareció entonces de interés romántico del piloto, otra belleza de siempre, impactante para mi generación, la Emperatriz Infantil de la Historia Interminable, la Deborah niña de Érase una Vez en América, una de las mujeres más bellas de estas décadas, encargada del bar donde los pilotos beben y hacen sus rituales de paso para conquistar chicas y ser guapos. Y la película siguió y contó cómo iban a enfrentarse a unos malos de un país no alineado, y cómo deseé entonces que el mundo fuera así de simple y que hubiera buenos y malos y que los pilotos buenos pudieran meterse en los países no alineados a alinearlos, en cambio ahora hay una guerra en la que mueren a diario cientos o miles sin razón aparente, ha habido guerras siempre e invasiones, hace años que voy a terapia y regularmente hablamos de esto y de que siempre ha sido lo mismo, pues bien, en la película es un placer ver al piloto y sus amigos ir a alinear al país no alineado y tirarles misiles por un búnker, es curioso cómo los ejecutivos de la película original eran contratados para que pensaran cosas nuevas, cada vez más grandes y sorprendentes, y así surgieron ese par de productores y ese director que hicieron época, hicieron grandes películas de acción y le dieron a mi generación arquetipos de hombres y mujeres que nos llevaron a comprar siempre algo, yo en lo particular me deslumbré tanto que decidí estudiar cine, no por la película del piloto sino quizás por la de Deborah con la emperatriz infantil, por esa y por muchas otras películas que me puso mi padre que murió joven, de cincuenta y dos años, unos cuantos después de la película del piloto original. Decía que es curioso que ahora a los ejecutivos se les pida que inventen maneras de repetir los éxitos de las cosas originales, y repetir las cosas originales, sin duda debe ser cansado, si antes se juntaban en un cuarto a meterse algo e inventar cómo hacer lo nunca antes visto, ahora se meten a un cuarto a meterse lo mismo y inventar cómo hacer para volver a vender lo que ha sido visto infinidad de veces; yo no sé qué fue ni nadie sabe, pero ese director el de la película del piloto original, hace no mucho tiempo, después de haber hecho, como dije, época, de haberle dado una estética a una década de películas y videoclips, y de luego haber evolucionado y habérselo dado otra vez a otra década, un día hace no mucho detuvo su convertible arriba de un puente, se trepó en él y de acuerdo a un testigo ocular, sin dudarlo un instante —without hesitation—, se aventó al vacío, así terminó ese director, nunca hubo una aclaración de parte de su familia de si estaba enfermo como mi padre o por qué lo había hecho, el caso es que lo hizo, without hesitation, mi padre no, no se atrevió, nos dijo que lo haría pero no lo hizo, no se tiró de un puente ni hizo su fiesta de despedida como nos había anunciado, de todos modos murió joven.  En la película original del piloto, cuando muere Goose se derrumba todo, hace que el piloto renuncie a su carrera, que suene la música triste, que todo parezca un fracaso; ahora que me dedico a ello sé que los guionistas llaman a eso “The dark night of the soul” o la oscura noche del alma, ya es una de las partes seguras en las películas, es el anticlimax justo antes del último acto donde se resuelve todo; pues así el mundo al querer salir ahora de la pandemia, todo parece estar en su noche más oscura, el planeta se ha calentado y descompuesto el clima, entre otras cosas por tantos motores de aviones y por tanta explotación de todo, a la Generación X siguió la Generación Z y luego los Milennials y a todas se les intenta vender todo todo el tiempo una y otra y otra vez, y al parecer cada generación está más descontenta que la anterior y eso nunca antes había pasado, quizás por eso lloré, lloré de alegría de ver a la emperatriz infantil atendiendo el bar de los pilotos chingones, quizás por eso  fundé mi alegría en mi esperanza o en mi fantasía —alimentada sí, por hábitos de consumo creados— de que exista en algún lugar del universo ese bar llamado The Hard Deck, el piso mínimo de donde no hay que bajar en los ejercicios de combate, donde seamos bienvenidos todos en impecables uniformes blancos con nuestros sueños de triunfo, con nuestros sueños de ser the best of the best, de quedarnos con la chica, de tener el pelo impecable y la sonrisa soberbia, antes del amor, antes de la muerte, antes de la plaga y la guerra, antes del caos. Ese mismo lugar en el que teníamos doce años, y todo o casi todo estaba apenas por verse. Terminó entonces la película, se prendieron las luces, y salimos mi mujer y yo a comentarla y a beber una cerveza, y nos peleamos. 



 




Wednesday, April 22, 2020

El tiempo-quehacer


En México llamamos “quehacer” a las acciones relacionadas con las labores domésticas. Así, si tenemos que sacudir, barrer, trapear, lavar la ropa (lo que los españoles llaman “hacer la colada”, que por dios me expliquen) lavar los platos (dicen los españoles: fregarlos, como si los descompusieran), y hasta poner orden en un escritorio, o comprar comida— hacer el mandado, esa expresión también muy mexicana— o cocinar, todo eso es quehacer. Si uno tiene mucho por escribir, o por investigar, será entonces que tiene mucho que hacer, o por hacer, pero quehacer, así, en un solo vocablo, agudo y contundente, es doméstico y, mayoritariamente, relacionado a limpieza.
Otra particularidad de quienes tenemos quehacer en México es una tendencia a darle posesión a dicho evento, es decir, a llamarlo “mi quehacer”. “Es que tengo que hacer mi quehacer”, decimos, como explicación a nuestro rechazo a una invitación al cine, o en estos tiempos, a una videoconferencia a media mañana.
También, quizás por un resago de los quinientos años que llevamos con una organización social clasista y de linaje, velada o abiertamente racial, en el que hay servidores y servidos, hasta la fecha, y en el que no pocas veces hay una correspondencia del lugar en que uno se encuentra, de servidor o servido, con el color de la piel, sucede que  por algún proceso compensatorio, aquellos que sirven suelen también, al menos verbalmente, apropiarse de aquello a lo que tienden o procuran, a lo que están haciendo el quehacer. “Lavar mis pisos” “secar mis trastes” “regar mis plantas”, y así con todo. ¿Por qué sucede esto? No lo sé. Supongo, simplemente, que lo hace más llevadero. Si uno va pasar un trapo o un cepillo por los cientos de metros cuadrados que conforman una hacienda, más vale hacerse de ella aunque sea de intención, o de pensamiento. O quizás, al hacerlo, al ejercer el esfuerzo físico de la limpieza, pone uno en ello su cuerpo y corazón, su afane, y de ese modo, aquello que lo recibe se hace propio, propio en verdad, aunque sea nada más para uno mismo.
Pero bueno, esas son particularidades lngüisticas del quehacer, y yo quiero hablar de sus particularidades físicas, físicas-cuánticas, físicas-físicas. Porque el quehacer, por lo menos, mi quehacer, en sus dimensiones espacio-temporales, en su disrupcion de mi vida cotidiana en estos tiempos de pandemia; y desde antes, desde mi adolescencia marcada para siempre por las sesiones de barrido y trapeado del departamento junto al mar en que vivía, he podido observar, que dichas dimensiones discurren en líneas de espacio-tiempo diferentes a la vida común y corriente. El tiempo-quehacer es otro, diferente del tiempo cotidiano y realista, comparable únicamente con el discurrir, también ajeno a lo cotidiano, de la temporalidad en algunas actividades de orden sexual.
Tómese, por ejemplo, el tiempo que transcurre entre decidirse a hacer quehacer y en que realmente uno se ponga a ello. Pueden pasar desde unos cuantos minutos, en los arrebatos limpiadores, escasos y cuasi milagrosos, hasta semanas o meses, incluso años. Ese rincón arriba del librero está en mi lista de pendientes, sé que lo voy alimpiar, quiero limpiarlo, voy a limpiarlo. Y entonces, pasan años. Todos tenemos rincones fuera del alcance inmediato, a los que habremos de acceder algún día, a largo plazo: ignoramos cuándo y quién habrá de hacerlo.
El quehacer cotidiano es necesario, es requerido, puede incluso tener un día a la semana designado por común acuerdo. Aún así, su cumplimiento dista mucho de ser tal como lo acordado. Por lo menos mi quehacer. Hemos quedado, en mi casa durante esta cuarentena, de hacerlo los lunes (el quehacer), pues los fines de semana se descansa de la agotadora semana que se pasó sin hacer nada. Si tenemos suerte, algo de quehacer llega hacerse por ahí del miércoles. El lunes, solo a veces; cuando nuestras voluntades se alinean, junto con los astros, cuando las cosas marchan; o cuando me veo literalmente, sea sutil o abiertamente, y más allá, mucho más allá de mi color de piel, pero también por relaciones de poder, de un poder de otra clase, obligado. Tal como en mi adolescencia.
Así que un discurrir temporal distinto es el que hay entre la intención y el hecho. Hay de hecho, una trampa lingüística que se vuelve filosófica y laberíntica, a la cual uno entra durante la faena: Para ponerse a hacer el quehacer hay que conjurar una maldición, un encantamiento: hay que sacar la espada de la piedra. La reacción en cadena que deviene de ello violenta el status quo: hacer el quehacer, se dice fácil, pero rompe el orden existente. El quehacer, para ser, debe estar pendiente, si no, ya no hay qué hacer, ya se hizo o se está haciendo. Hacer el quehacer es un atentado contra el orden sinecuanon de las cosas, del reposo universal. De la inercia que permite que la tierra siga girando tranquilamente en su órbita.
            ¿Y qué decir del tiempo que toma hacer el quehacer? Nada más cercano a una eternidad. Con todo y que mi mujer, por ejemplo, cronometreó la última vez que lo hicimos en conjunto (el quehacer): Dos horas cuarenta minutos. En ese lapso barrí(mos), trapeé(amos), sacudió, aspiré, lavó platos, lavé(amos) los baños, las jergas, limpié (amos) la terraza, etcétera. Sólo dos horas cuarenta, pero acabé en un estado de agotamiento espirtual del que hoy día —han pasado dos semanas— aun no me repongo. Ella tampoco, y por eso al empezar esta semana dijimos “ahora hagamos el quehacer cada quien lo que quiera hacer cuando quiera hacerlo”. No he hecho nada y ya estamos peleados. Y es que no he podido. No me gusta enfrentar la eternidad. O sí, pero de otros modos: en forma de música, de las páginas finales de un libro, de la emoción de un nuevo capítulo que empieza de una serie, o de algun tipo de actividad sexual. ¿Me entienden ahora?

El tiempo-quehacer es para mí, tiempo perdido. No solo perdido: tiempo arrancado a mi vida en el aspecto más metafísico del tiempo. Tiempo desgarrado de mi transcurrir en paz. ¿Será que exagero? Probablemente. Es también verdad que el tiempo postquehacer también se parece en algo al tiempo postcoital: cansado, uno observa su obra, recuerda su hazaña, se asoma, lleno de vida, a la muerte y la mira con valentía y garbo. Y vuelve a vivir con nuevo entusiasmo. ¡Pero no me abras la ventana, que hay mucho aire y mucho polvo, y mis muebles están prístinos!

Thursday, March 19, 2020

Meditaciones durante la Emergencia -Una Década Después


¿Diario? Durante la Emergencia

Jueves (19) — Día 3 en casa, todavía con salidas matutinas y compras locales.


Es difícil saber si tiene algún sentido. No que lo tenga, es difícil asignarle un sentido.

Lo que es un hecho es que cada día suceden cosas, hitos, cambios para ¿siempre? que por supuesto merecen ser anotados, conforme van sucediendo.

En cuestión de días, apenas de semanas, cuando mucho un mes, acaso dos, pero no más, el mundo se nos ha volteado como un calcetín sucio que uno pensaba estaba limpio e iba a guardar en el cajón con los demás. Ahora no sabemos qué hacer con él, dónde ponerlo, pues no hay agua. Por decir una metáfora. Por decir algo.

A mí lo que más me extraña por ahora, y en sentido íntimo, es que yo debería de estar acostumbrado a estar en casa. Debería. Trabajo por proyecto y por ejemplo, el año pasado mi primer trabajo ocurrió por estas fechas. Es decir, todo enero y febrero me los eché en blanco. En casa. Como si nada. Es cierto, iba a nadar. Al mercado, al cine, etcétera. Pero ahora que llevo apenas 3 días de encierro voluntario, en una cuarentena preventiva, cuando sólo hay una veintena de casos de Covid-19 en la ciudad en que vivo, es para mí muy curioso como mi escenario mental es completamente diferente: No estoy tranquilo, las horas pasan lentas, me pregunto qué va a ser de nosotros. Me quiero preparar botanas todo el tiempo. Mi mujer entra al estudio a anunciar orgullosa que ya es la una de la tarde.

Tengo la ayuda de mi tornamesa, que se desenvuelve en fragmentos de tiempo llamados discos, que voy poniendo uno a uno y que cada cierto número de minutos me obligan a ponerme de pie, para cambiar de lado.

Tengo la ayuda de mi mujer, que está organizando una resistencia cuasi militar a la suciedad de allá afuera, a los demás.

Tengo la ayuda de mis mascotas, que no dejan de ensuciar, con lo que contribuyen a que, con lo que ensuciamos nosotros mismos, siempre, siempre, siempre, haya algo que hacer.

Tengo la ayuda de mi terapeuta o psiconalista, con quien tuve ayer mi primera sesión en nuestra historia de casi veinte años, por vía remota, por teléfono con imagen, como si estuviéramos en el futuro. Dormí mejor ayer que antier, por eso digo que ayuda.

En fin, estoy reaccionando —tarde— a ese impulso que tuve hace semanas cuando los encabezados de los periódicos del mundo me parecían inverosímiles y pensé en coleccionarlos para el futuro. No lo hice.

“Bolsa de NY se detiene automáticamente ante la caída de los primeros minutos para evitar más pérdidas”. —No lo guardé, ha vuelto a suceder muchas veces, las bolsas han caído más del 30%, más que en el año de 1987, más, creo que en la gran depresión del 29. Y no una. Todas. El petróleo, ese combustible anticuado que se resiste a morir, ha bajado su precio a niveles, también, de hace 20 años. La economía global exhibe su artificialidad.

“Ante la escasez de gel antibacterial, el Alcalde de NY pondrá a los presos a producirlo en las cárceles”. — No lo guardé; hoy ya hay otros países, incluyendo el nuestro, donde en las cárceles se confeccionarán mascarillas, que también escasean.

“Crucero con infectados es impedido de atracar en el puerto de…” —No recuerdo si era el de Japón o el de USA, que pasó por México. Cuando todo empezaba. Fue el primero que me llamó la atención, era como una novela de Julian Barnes. ¿Cómo dividir a los puros de los impuros? ¿Cómo saber cuál es cuál?

“Isis recomienda a sus terroristas no viajar a Europa” – Ese sí lo guardé, no había manera de ignorarlo.

 “Colombia bans Colombians from entering Colombia”. Ese también, Latinoamérica poniendo un poco de realismo mágico al asunto. Las fronteras se han cerrado, una a una. Venecia, dicen, se ha limpiado. Los turistas globales, esa plaga, ha abandonado Roma, Paris, Dumbo, donde los vi hace poco, pululando.

Las ciudades chinas han vuelo a ver el cielo azul. Para mí esto es lo más importante. Un virus, microscópico, nos está obligando a hacer lo que tendríamos que haber hecho hace mucho, por el planeta entero.

Detenernos. Parar.

Hay suficiente cultura como para disfrutarla, analizarla, por generaciones. No necesitamos nuevos productos. Hay suficiente dinero y comida para todos. Sólo hay que distribuirlode una forma diferente.

Jeff Bezos tiene que socializar su fortuna. Y con él todos los demás. Y todos podemos vivir con bastante poco.

Y mientras darle un respiro al mundo. Era inevitable y esa es la verdadera crisis que empieza por fin a ver una acción en consecuencia. Es curioso que pocos lo mencionen o lo noten, o no todavía.















Thursday, February 13, 2020

No soy político


No soy político porque lo probé algún tiempo y no encontré la manera de salir airoso. Tendría catorce o quince años, y participé en el proceso de selección del Presidente de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Secundaria Técnica Número 3, en Puerto Vallarta, Jalisco; lo que los alumnos sencillamente llamábamos “Las Planillas”. Cada año, se organizaban dos o más equipos contendientes, y se asignaba un día para hacer una gran fiesta o “Día de las Planillas”. Cada planilla llevaba un equipo de sonido, se ponían uno enfrente del otro, y el que sonara más fuerte, normalmente ganaba.
            Yo hice mi planilla, confieso, no recuerdo por qué. Pero en fue en esa época que mi narcisismo era exacerbado y no velado y reprimido como ahora; no dudo que haya querido ser presidente de la sociedad de alumnos sólo por ser presidente de la sociedad de alumnos, que es por lo que me supongo que, en el fondo, todos los presidentes de algo quieren ser presidentes de algo. Así que si alguien me lo propuso, lo acepté, y si no, pues lo propuse a alguien y lo aceptó. Escogí el nombre de mi planilla, le puse “Esfuerzo”, característica por la que no me distingo especialmente, y a decir verdad, cada vez menos.
            De equipo de sonido, llevamos a los Fat Winners, un par de gemelos gordos que eran DJ’s y con los que se inició una próspera relación músico-eventual: ellos tocarían después en nuestra fiesta de graduación. Una de las cumbres en mi vida fue cuando me preguntaron que con qué canción quería empezar la fiesta. Pero eso sería al final del año; por ahora, tocaron para nosotros, no recuerdo si gratis, pero es probable, y ganamos: los Fat Winners eran los mejores.
            Lo primero que sucedió tras el triunfo es que el director me llamó a su oficina y me invitó a formar parte del PRI. Me invitó a ir a la sede regional a presenciar lo que, me dijo, ellos llamaban “el pleno” Desde entonces cada vez que escucho en las noticias que algo se debatió o decidió “en el pleno”, pienso en los ojos inyectados de sangre de ese director. No me uní al PRI. Fui, me aburrí como una ostra y nunca volví. Y al director lo evité siempre. Era un ser tenebroso, oscuro. Tiempo después su hijo se vería involucrado en un asesinato, y mi hermano se atrevió a ser el único testigo que declaró. Hasta ahora veo que fueron por las circunstancias generadas por la presión de ese asunto, las que hicieron que al poco tiempo mi hermano se fuera de Puerto Vallarta al D.F., de regreso con mi padre. Del director sabíamos dónde vivía: de hecho, en nuestra misma calle, a varias cuadras bajando el cerro. Hoy en día, cada vez que paso por ahí, es decir, cada vez que llego a mi casa de Vallarta por ese lado, pienso en él, en su hijo y en sus ojos inyectados. Cómo hay cosas que duran para siempre, y uno nunca sabe, en el momento, cuáles han de ser.
            Mi primera acción de gobierno fue organizar una rifa y volver obligatoria la compra de boletos. Era para recaudar fondos para nuestra presidencia, había que pintar las canchas y empezar a juntar dinero destinado a la fiesta de graduación. Era fantástico: fuimos a la imprenta y mandamos a hacer boletos con talonarios relacionados a un sorteo de la lotería nacional; mi mejor amigo era el tesorero, un cuate muy simpático del que fui muy cercano y que nunca he vuelto a ver. Rifamos una lavadora, una estufa y un refrigerador, cosas que más de uno en esa escuela necesitaría. Éramos muchos: de cada grado había salón A, B, C, D, E y F, cada uno con cincuenta o más alumnos, y parecía que los acomodaban según los resultados del examen de admisión, por  lo que los de la mañana del A y del B éramos los aplicados y “cremas”, y los de del D en adelante, los burros y desmadrosos. En toda mi experiencia educativa en Puerto Vallarta pude ver de primera mano lo que está fundamentalmente mal en este país: salones multitudinarios en los que nadie está motivado a hacer nada y todo aquel que haga algo bien es visto desaprobatoriamente. En fin, mi tesorero y yo nos dimos a la tarea de ir salón por salón recolectando el dinero de cada alumno, le dábamos su boleto a cambio y listo. Hasta que el galán de una chava que me gustaba, un grandote que iba en la tarde, y en el F, me dijo que él no iba a comprar boleto mientras me sostenía, retador, la mirada. “Yo te lo invito”, le dije. “No quiero que me lo invites”, me respondió sin moverse de la silla, mientras yo me pasaba a la siguiente fila tragando saliva y haciendo como que no había escuchado. Fue la primera oposición que enfrenté. No fue la única.
            Y es que, como sabrá cualquier miembro de una asamblea de vecinos en condominio, del comité de rescate de algún parque, o de cualquier organización de acción social, resulta que siempre hay los siguientes actores: Alguien como yo, que hace las veces de “gobierno”, con más o menos buenas intenciones, en nuestro caso, pintar la cancha y juntar para la graduación. Luego está el pueblo bueno o acarreado que acepta las medidas del “gobierno” con más o menos entusiasmo y esperanza, y con ello, cierto esfuerzo. Se suman los opositores francos, como el grandulón ése, al que no queda sino ignorar para evitar la violencia. Después, los peores, los  “críticos”, que lo único que hacían poner en cuestión la validez de nuestros métodos  y propuestas, de nuestras acciones. Insoportable, porque siempre había quien los escuchaba; la masa, los que no se atrevían o no podían expresarse a modo individual, que siempre filtraban sus apreciaciones en el rumor y la opinión velada, y que nunca estarían contentos ni satisfechos con cualquier cosa que se hiciera o se intentara. El caso es que, ante la oposición manifestada por el grandote de tercero F, a la chava que me gustaba dejé de hablarle de inmediato.
            Por otro lado, estaba la incomodidad de ser figura pública. De otras escuelas llegaban pequeños grupos para buscarme pleito o simplemente ponerme una golpiza. ¿Quién es Chellet?, preguntaban en las inmediaciones de la escuela. Recuerdo claramente que por lo menos una vez los confronté, es decir, yo mismo les respondí directo y a la cara: “No sé, creo que anda allá dentro” señalando a lo lejos. Yo había visto la película Gandhi y estaba familiarizado con la no-violencia, esa era mi versión. En el malecón, que era escenario de paseos y pleitos domingueros, en uno de los cuales murió el conocido de mi hermano, alguna vez me pegó un helado en un hombro; apliqué la misma técnica e ignoré el frío que me llenaba toda la parte alta de la espalda mientras seguí caminando. Yo era pacifista, a mi nadie podía tocarme. Más de una vez; más de tres veces he utilizado esa técnica: hasta ahora me ha funcionado. 
            Yo no sabía, pues, hacer política. Las rayas de la cancha, cuando hubo dinero para pinturas, las tuve que pintar yo; apenas recuerdo a alguien que me ayudó a guiarlas con cinta adhesiva. La mochila con el dinero de la rifa estuvo meses y meses en mi buró, junto a mi cama, y sí, de vez en cuando agarraba alguna moneda o un billete para algo. La fiesta de graduación, eso sí, fue un éxito, aunque algunos se quejaron de que sólo podía ir el alumno y un familiar. Curiosamente yo vivía solo con mi mamá. ¿Qué querían? Éramos seiscientos alumnos de tercero de secundaria: mil doscientas personas en una fiesta, es bastante, ¿no?
            Supongo que las familias que ganaron la lavadora, la estufa y el refri estuvieron muy contentas. Las canchas, recién pintadas, duraron un par de días.
La vida pública me desilusionó, sobre todo, por la interminable tarea de enfrentar a los críticos, y el desencanto del pueblo. Nadie nunca contento, todos siempre con ideas, una que otra buena pero sin voluntad para llevarse a cabo. El poder-poder corrupto (el director de la escuela, la Federación de Estudiantes de Guadalajara, célebres porque andaban armados) al acecho siempre, buscando algo que nunca supe bien a bien qué era. Estábamos en secundaria, yo tenía quince años. Después de eso no volví a la política, al pleno. Sólo organicé la fiesta de graduación de la preparatoria; un solo salón, en escuela privada, y la publicación del anuario. Pero eso fue tres años después, ya por la época en la que mi padre, en una de sus últimas pláticas, y pensándolo bien, debe haber sido la última vez que hablamos frente a frente, me preguntó qué iba a hacer de grande. Esa plática marcó mi vida; me dijo que había dos caminos: el del dinero, que él personalmente me recomendaba: si me hacía ingeniero como su hermano, me habría de ir muy bien, usando sus contactos; el otro camino era el del conocimiento, el de dedicar toda la vida a contribuir a darle al pueblo de México un rostro y un corazón.

A los diecisiete, quién habría podido resistir esa frase.

Saturday, August 17, 2019

Sobre la mediana edad:



Uno siente, en primera, que es mortal.

Uno tiene la duda de si realmente las cosas van a poder seguir mejorando –pues lo han hecho, hasta ahora- o si en adelante todo será en picada, como parece sugerir la más sencilla de las evidencias: los demás.
           
 En el caso de que la evidencia, es decir, los demás, muestren señas de lo contrario, si a los demás les va bien, y especialmente, a los cercanos, si mejoran su estilo de vida, si triunfan y son reconocidos, se siente entonces un muy distinto set de cosas; coraje, envidia, resentimiento, y un poquito de muerte que se adueña de uno por esa vía. Cada vez que uno de mis amigos triunfa muero un poco, eso decía mi papá, lo habré aprendido de él, o es innato. 

Uno siente con gran pesar que el sexo, ese gran sexo que uno tuvo a los veinte, treinta años, no volverá más. Ese es un dolor muy fuerte y verdadero. Uno ya nunca sentirá la seguridad para poder brindarse al otro como un regalo, ya más bien lo que hará será aceptar su compasión, si es que se llega a dar de nuevo alguna vez, así de duro es el cambio, así de triste.

Uno empieza a ahorrar para el futuro, pues se hace evidente que el futuro no proveerá solo, y que no habrá muchos alrededor para ayudar. Uno se enamora de algún número, de un número en la cuenta de banco al que aspira, o si ya lo tiene uno sólo quiera que suba, nunca que baje, cueste lo que cueste, tenga que comer lo que tenga que comer. Uno empieza a ahorrar para el futuro con la terrible angustia de no haber gozado de lo ahorrado en caso de morir prematuramente. ¿Y cuál es una muerte prematura? Absolutamente todas. Por lo menos las mías, todas las que me imagino, y son muchas.

Uno empieza a ver cómo los hijos de los otros, esos anexos que venían con los amigos envueltos en telas, guardados en bolsas, acarreados en carritos, de pronto y súbitamente tienen una vida, tocan instrumentos musicales, ganan premios en concursos, se atreven a opinar. Nuevas personas alrededor de nosotros. Uno ve cómo las mascotas van muriendo.

Uno se hace de un hobby o actividad paralela, actividad en la cual no se gana sino más bien se gasta, tiempo y dinero, a cambio de distracción, a cambio de dejar de pensar por un momento en todo lo anterior. El tipo de aficiones es infinito, un libro que estoy leyendo es sobre un hombre que decidió dejar de trabajar y durante 10 años estuvo observando a los halcones peregrinos de su comarca y con ello escribió un libro que lo volvió inmortal. La heroína de esta historia, creo que es general la opinión, es la esposa, quien lo soportó esos y más años, sucedió en los sesenta, en Inglaterra. No me cabe duda que ese autor ahora inmortal cuando se puso a seguir a los halcones se encontraba entrando, de bruces, en la mediana edad.

Y uno se llena, ay, de manías. En la mediana edad uno ya ha probado repetidamente muchas cosas, muchos modos de las cosas, y sabe cuáles o cómo es que a uno le gustan. Así que el café, por decir algo, por decir cualquier cosa, tiene que ser de algún modo. El orden de los cubiertos, el sonido de las habitaciones, la rutina de los días. El diluído pasar de las semanas. Todo tiene un cómo y un porqué, y cada intento de que sea distinto no causa mas que desagrado y fobia.
                                                                                            
El que sea así, y no de otro modo, genera repetición infinita, seguridad, aburrición y hastio.

Uno se deprime, en la edad mediana.

Y sin embargo, en pos del alargamiento de la vida, la salud se vuelve el tema principal de las reflexiones, y no se diga la comida, que se llena de condicionantes. ¿Y para qué, me pregunto yo, quiere uno alargar en todo lo posible la vida, si todo va en picada y será imposible ganar dinero suficiente para mantenernos a los 101 años? ¿Para qué, si en la edad mediana ya está uno aburrido? Esas interrogantes me vuelan el cerebro, mientras almuerzo mi tofu orgánico.

Así pues, en la edad mediana crecen nuestras ansias de control, de controlarlo todo en nuestras vidas. La ira, esa vieja compañera que conocimos de muy niños, y que poco a poco amainamos para que no figurase en nuestro día a día, vuelve a aflorar con más libertad, con más aplomo, sin importarle casi nada, cuando se dan las circunstancias.  

Habrá quien me diga que los hijos son lo que da el sentido a la vida, y puede ser que uno esté de acuerdo, aunque más bien creo que los hijos lo que hacen es distraer de estos procesos. El otro día ví a 3 amigos de la edad mediana, todos con hijos, y a todos les pregunté, en su momento a cada uno y con toda honestidad, por el sentido de la vida. Dos de ellos no me dijeron cuál creen que sea, pero ambos contestaron, sin haberse puesto de acuerdo, “desde luego, no los hijos”. El tercero me contestó que los viniles.

Algunos, se enamoran. Caen en la trampa —creo yo que es una trampa— de enamorarse de la juventud, de empezar una aventura con una jovencita o jovencito que les alegre la vida. Más tarde o más temprano termina esa historia y la vida sigue su seguro viaje hacia la muerte. Una inyección de juventud normalmente sirve sólo para destruir todo alrededor de ambos, escribir en medio algunos poemas y hacer un par de buenos viajes, antes de que se reinstalen las manías, la seguridad, la aburrición y el hastio.

No sé cómo se sale de la crisis de la edad mediana. Lo que es un hecho es que se sale, de lo contrario no habría por allí tanto viejillo feliz, tanto abuelo satisfecho de sí mismo, tanto escritor publicado y tanto empresario contando sus millones. Alguna gracia tendrá la acumulación de cosas, de éxitos, de algo servirá el amor al número. Los que deciden salir de la carrera son pocos, o si no pocos son los menos, los que mueren de veras, los que enferman, los que asumen que perdieron. O quizás son muchos, son los más, no lo sé, no lo sé de veras, no sé en qué rango estoy, no hay cosa segura, la dicha y la desdicha acechan a la vuelta de cada esquina, parece, eso sí, que la desdicha tiene más sucursales, pero ya  no sé, como digo, en la mediana edad no estoy seguro de nada mas que de la muerte que llegará algún día, espero sea en mis términos y no en los de ella.



Wednesday, July 24, 2019

Carta de amor a un niño pequeño.



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Te tengo una mala noticia. Dentro de no mucho, y poco a poco, casi sin que te des cuenta, tu mundo se derrumbará y será sustituido por otro. Y decir tu mundo es decir tu percepción de él, que viene siendo la misma cosa. Lo único que permanecerá entre todo ello es tu cumpleaños, esa fecha en la que tú naciste en el mundo y por lo tanto, el mundo nació para ti. Esa fecha seguirá siendo siempre la misma y su repetición a lo largo de tu vida será lo único seguro junto con la muerte, que le sustituirá un día. Y celebrarlo será una de tus pocas alegrías: en esos días te permitirás de todo, en un intento vano de regresar al mundo que vives ahora, o al mundo que ahora percibes, que crees que vives.

Porque vas a dejar de ser un niño.

Pronto te darás cuenta que tus padres no son en realidad como crees que son. Es más, te darás cuenta que ni siquiera la forma en que son contigo es verdadera; todo este tiempo han estado fingiendo inocencia y alegría, pues estaban tratando con un niño. Pronto te revelarán la verdad: el mundo es despiadado, la vida misma es cruel, aunque tenga momentos de alegría, y estás solo.

La fantasía, ese hermoso sostén que tienes ahora, lo más probable es que te sirva de muy poco.
El amor, el arrope, la necesidad de que tus padres te cuiden, pronto será sustituido por algo llamado “dignidad”: por dignidad, no querrás que nadie te dé nada, deberás vértelas tú solo contra un mundo hostil, competitivo, en el que es muy difícil si quiera clasificar para la competencia: hay pocos lugares y muchos ya están repartidos.

La seguridad que sientes de que mañana tendrás lo mismo que hoy, es una de las muchas cosas que se irán esfumando en el camino. ¿Qué por qué los adultos son más serios? Porque siempre hay la posibilidad de perderlo todo. En un mal paso. En un infortunio. La dicha y la desdicha asechan siempre a la vuelta de la esquina: resulta que la desdicha tiene más sucursales.

¡Ah, y la muerte! La muerte llegará a tu vida y no se irá nunca. Los que mueran en tu mundo irán formando una compañía cada vez más numerosa y omnipresente. Sé que has visto morir a una mascota o algún pariente, sé que entiendes el concepto, que de una u otra forma superas la ausencia, que entiendes que ya no están. Pero los que se irán después son más cercanos. Será tu padre o tu madre tal vez. Un amigo de escuela, de tu salón, quizás tu mejor amigo. O simplemente tus abuelos, en el momento en que más sientes que los quieres o los necesitas, y ellos a ti. Y luego parientes de esos abuelos. Empezarán a variar las formas en que la muerte se llevará a los tuyos: primero, por viejos, luego gente de tu edad, amigos entrañables, en accidentes; llegará algún día un primer suicidio, luego simples muertes inesperadas, absurdas, súbitas y como todas, definitivas.

Llegarás a tener miedo, a preguntarte ¿quién va a seguir? ¿acaso seré yo? Y, no quiero asustarte, pero en ciertos momentos, muy peculiares, llegarás a desearlo. ¿Lo puedes creer? Entiendo que no. Eres un niño apenas. Esperemos que sea solo por momentos, sería lo normal.

Y,  ¡Todo esto que te han dicho todo el tiempo, de que eres capaz de hacer lo que te propongas, de que podrás se austronauta o presidente de la república! ¡Vaya embuste! Es verdad, algunas personas logran hacer lo que se proponen, algunas personas emergen de entre las otras para constituirse en grandes artistas, grandes empresarios, grandes políticos. Pero ¿has visto cuántos miles de millones de personas hay en el mundo, y cuántos de ellos son grandes… en lo que sea? ¡Una proporción bajísima! Las probabilidades, niño mio, no juegan a tu favor. Es necesaria una combinación de factores de todo tipo para que la grandeza suceda. No sólo es talento (que nadie sabe de dónde proviene) ni esfuerzo (muchas veces sirve; muchas otras, es en vano), o suerte. Buena suerte, esa sí, lo sabrás, supongo, aún en tu poca experiencia, es indispensable. Y tampoco nadie sabe de dónde proviene. Algunos dicen que es cuestión de actitud, otros dicen que es saber aprovechar las oportunidades que ahí están. He llegado a pensar que la suerte es inteligencia. Pero no, la vida me ha demostrado lo contrario. De lo que no tengo duda es que hay gente con buena y con mala suerte. Espero, hermoso niño, que seas de los primeros y la tengas buena, mas no te lo puedo, de ninguna manera, garantizar.

Así que estarás solo, como certeramente se dice: “A tu suerte”. Tu familia te dará apoyo, pero ¿cuánto? Solo el que sea capaz de dar. No más. Y llegará un día, además, en el que seas tú el que se encargará de ellos. ¿te das cuenta de la ironía? ¿De la broma macabra? Y tú que creías que estaban aquí para cuidarte! No, te trajeron para que tú los cuides en el futuro.

Los adultos estamos siempre angustiados porque podemos perderlo todo. Los adolescentes se llenan de ira, pues se van dando cuenta gradualmente de todo esto: del gran secreto que les guardamos a los niños, para cuando sean mayores.


Hay, es verdad, ciertos gozos que compensan un poco, como el sexo, el dinero, a veces el poder. Pero me entenderás bien si te digo que de esas compensaciones, como ahora de juguetes, nunca tendrás suficiente: toda la vida sentirás que te hacen falta.

Bienvenido. Trata de disfrutar.