Te fuiste otra vez.
Te fuiste de nuevo, admirado amigo.
Y tu partida me asalta con un avalancha de dudas. Dudar siempre. ¿Por qué?
Tu historia se convierte en mi historia, es decir, no puedo evitar ver tu muerte (y tu vida) solamente a través de mis ojos, de mi propia vida. Es inevitable; y es evidente que no sé quién eras, qué fuiste, qué pensabas y sentías. No te conocí nunca.
Y en realidad te conocí muy poco. Te vi solo unas cuantas veces, en la mayoría o casi en su totalidad alrededor de J., nuestro amigo en común. Pero tu colega poeta, M., es amigo de mi hermano, así coincidimos otras veces. Y una vez nos encontramos en la caja del supermercado. Uno de los dos compraba un jamón serrano, supongo que yo.
Hay una foto muy bonita del cuando J. cumplió 40 años. Estamos tú, él y yo bajo la lluvia, con copas de vino en las manos, inmunes al agua que al filtrar el sol se convierte en líneas que atraviesan nuestras caras en la foto. Eso fue hace unos quince años y creo es una de las últimas veces que te vi.
Te fuiste siempre. Te fuiste de la casa de tus padres, te fuiste de la soltería y te fuiste del matrimonio y de la familia. Te fuiste de México y te fuiste de España. Te fuiste de alguna manera de nuestra amistad, te fuiste finalmente, literariamente, sin que te doliera el mar, o eso dijiste.
Hace un poco más de un mes, vi a tu hermano, le dije que tú y él eran mis ídolos, y en especial tú. “¿Por qué?” me preguntó extrañado. “Pues porque se fue, se atrevió a irse, porque tiene su poesía, porque tiene sus paisajes, sus caminatas inglesas, su faro, un bebé”.
Eras un poco mayor que el mayor de mis amigos. Es decir, cuando nos conocimos eras bastante mayor que yo en parámetros de esos tiempos. Ahora que te fuiste tenemos prácticamente la misma edad. Bueno, yo estoy por cumplir 52 y tu al parecer tenías 55. Lo menciono pues es importante para mi, los 52 años es el “siglo azteca” al que mi padre anhelaba llegar antes de que la enfermedad se lo llevara, y cuando llegara, nos dijo, haría una gran fiesta tras la cual se iría a dormir y no despertaría nunca. No lo llevó a cabo pero sí llegó al cumpleaños. La enfermedad sola se encargó de llevárselo un mes y fracción después.
Hoy estoy a un mes y fracción de cumplir yo, cincuenta y dos años. Y tú sí hiciste lo que mi padre no hizo.
Quizás fue la partida de mi padre lo que me hizo melancólico, quizás todos lo somos, quizás reverberamos en ondas universales de lo que pudo haber sido y no fue, de lo que dejó para siempre de ser, de los lazos fraternales entre padres e hijos que existen y dejan de existir en una exhalación o en un suspiro, o en un grito.
Siempre fuiste imponente; tenías la voz muy grave, como de locutor, las facciones cuadradas, como dibujadas con un trazo “mid-century”, un galán. Y decidiste y fuiste poeta. Escribiste poesía, y publicaste. Por eso eras mi ídolo también, aunque no me gustaran tus poemas. Y no me gustaban pues eran demasiado perfectos, demasiado pensados, impecables, sonoros, redondos, cuidados. Se lo dije alguna vez a J., que eras un poeta que podía escribir sobre cualquier tema y que justamente eso era lo que no me gustaba. Ahora me arrepiento de habérselo dicho, porque él te lo compartió y ahora que te fuiste me pregunto si te fuiste por mi culpa o mi juicio. Así de importante me pienso, cómo no hacerlo, solo en mi vida vivo.
Yo no me he atrevido a mucho, no he querido sacar de mí los poemas que quizás tendría o tuviera o tenga o pude haber tenido (yo creo que simplemente no los había) y cuando quise escribir, cuando tú eras jefe de redacción en una de las revistas más importantes del país, me acerqué a ti con un texto que yo estaba seguro merecía estar en la primera plana. “Por qué no escribes un blog”, me dijiste. Ese día supe lo que eran los blogs, y tenías razón; lo hice y así me conocí mejor a mi mismo, una vez mi mujer me dijo “tú solo vives en tu blog”, y solo aquí es que he publicado mis textos.
Ese es un recuerdo inevitable. Otros son de reuniones en casa de J., donde lo que recuerdo son tus recomendaciones o exaltaciones musicales. Me acuerdo cómo declamaste con entusiasmo la letra de “My doorbell” de los White Stripes. Y sobretodo que me presentaste a Jeff Buckley, o si no me lo presentaste y más bien lo disfrutamos juntos, lo que hiciste fue contarme su extraña forma de morir, en el mismo rio o lago en el que su padre había muerto ahogado. Recuerdo tu emoción al contar el hecho de que el hijo Buckley estaba nadando en ese cuerpo de agua y pasó un barco y él simplemente desapareció, donde su padre había muerto años atrás.
Juro por el mío que así fue, que tú me contaste esto, y que es algo que yo ya recordaba cada vez que oía a Jeff Buckley o cada vez que me acordaba de tí, antes de que te fueras como él, en el agua, sin que te doliera el mar.
Ahora, como te digo, yo vivo mi vida, y lo veo todo a través de ella. Y a través de ella juzgo y opino, no solo acerca de tus poemas sino de tus actos, en cuanto que alimentan a los míos. Y tengo que decir que me duele inmensamente la imagen de un amigo sumergido, con pesos a lo Virginia Wolf, en el Atlántico Norte. Es muy romántico y muy literario pero estoy seguro que no fue pacífico. Me duele y me espanta, me aterra y atemoriza, cómo quisiera no tener eso en la cabeza, cómo quisiera no haber tenido que escribir estas líneas y fuera solo el fantasma de Buckley el que desapareciera pacífica y solitaria y misteriosamente, acompañando a su padre también ahogado en las mismas aguas; esa fue la historia que tú me contaste, y poco antes de morir publicaste los guantes de tu padre en su fecha de cumpleaños; esa fue la última imagen que hiciste pública mientras que las últimas palabras fueron que ya no te dolería el mar porque conociste la fuente.
Allá tú, admirado amigo. Yo me quedo a hacer lo propio. Vivir; cada quién, su destino.
Enero 16, 2025
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