Uno siente, en primera, que es mortal.
Uno tiene la duda de si realmente las cosas van a poder seguir mejorando
–pues lo han hecho, hasta ahora- o si en adelante todo será en picada, como
parece sugerir la más sencilla de las evidencias: los demás.
En el caso de que la evidencia, es
decir, los demás, muestren señas de lo contrario, si a los demás les va bien, y
especialmente, a los cercanos, si mejoran su estilo de vida, si triunfan y son
reconocidos, se siente entonces un muy distinto set de cosas; coraje, envidia,
resentimiento, y un poquito de muerte que se adueña de uno por esa vía. Cada
vez que uno de mis amigos triunfa muero un poco, eso decía mi papá, lo habré
aprendido de él, o es innato.
Uno siente con gran pesar que el sexo, ese gran sexo que uno tuvo a los
veinte, treinta años, no volverá más. Ese es un dolor muy fuerte y verdadero.
Uno ya nunca sentirá la seguridad para poder brindarse al otro como un regalo,
ya más bien lo que hará será aceptar su compasión, si es que se llega a dar de
nuevo alguna vez, así de duro es el cambio, así de triste.
Uno empieza a ahorrar para el futuro, pues se hace evidente que el futuro
no proveerá solo, y que no habrá muchos alrededor para ayudar. Uno se enamora
de algún número, de un número en la cuenta de banco al que aspira, o si ya lo
tiene uno sólo quiera que suba, nunca que baje, cueste lo que cueste, tenga que
comer lo que tenga que comer. Uno empieza a ahorrar para el futuro con la
terrible angustia de no haber gozado de lo ahorrado en caso de morir
prematuramente. ¿Y cuál es una muerte prematura? Absolutamente todas. Por lo
menos las mías, todas las que me imagino, y son muchas.
Uno empieza a ver cómo los hijos de los otros, esos anexos que venían con
los amigos envueltos en telas, guardados en bolsas, acarreados en carritos, de
pronto y súbitamente tienen una vida, tocan instrumentos musicales, ganan
premios en concursos, se atreven a opinar. Nuevas personas alrededor de
nosotros. Uno ve cómo las mascotas van muriendo.
Uno se hace de un hobby o actividad paralela, actividad en la cual no se
gana sino más bien se gasta, tiempo y dinero, a cambio de distracción, a cambio
de dejar de pensar por un momento en todo lo anterior. El tipo de aficiones es
infinito, un libro que estoy leyendo es sobre un hombre que decidió dejar de trabajar
y durante 10 años estuvo observando a los halcones peregrinos de su comarca y
con ello escribió un libro que lo volvió inmortal. La heroína de esta historia,
creo que es general la opinión, es la esposa, quien lo soportó esos y más años,
sucedió en los sesenta, en Inglaterra. No me cabe duda que ese autor ahora
inmortal cuando se puso a seguir a los halcones se encontraba entrando, de
bruces, en la mediana edad.
Y uno se llena, ay, de manías. En la mediana edad uno ya ha probado
repetidamente muchas cosas, muchos modos de las cosas, y sabe cuáles o cómo es
que a uno le gustan. Así que el café, por decir algo, por decir cualquier cosa,
tiene que ser de algún modo. El orden de los cubiertos, el sonido de las
habitaciones, la rutina de los días. El diluído pasar de las semanas. Todo
tiene un cómo y un porqué, y cada intento de que sea distinto no causa mas que
desagrado y fobia.
El que sea así, y no de otro modo, genera repetición infinita, seguridad,
aburrición y hastio.
Uno se deprime, en la edad mediana.
Y sin embargo, en pos del alargamiento de la vida, la salud se vuelve el
tema principal de las reflexiones, y no se diga la comida, que se llena de
condicionantes. ¿Y para qué, me pregunto yo, quiere uno alargar en todo lo
posible la vida, si todo va en picada y será imposible ganar dinero suficiente
para mantenernos a los 101 años? ¿Para qué, si en la edad mediana ya está uno
aburrido? Esas interrogantes me vuelan el cerebro, mientras almuerzo mi tofu
orgánico.
Así pues, en la edad mediana crecen nuestras ansias de control, de
controlarlo todo en nuestras vidas. La ira, esa vieja compañera que conocimos
de muy niños, y que poco a poco amainamos para que no figurase en nuestro día a
día, vuelve a aflorar con más libertad, con más aplomo, sin importarle casi
nada, cuando se dan las circunstancias.
Habrá quien me diga que los hijos son lo que da el sentido a la vida, y
puede ser que uno esté de acuerdo, aunque más bien creo que los hijos lo que
hacen es distraer de estos procesos. El otro día ví a 3 amigos de la edad
mediana, todos con hijos, y a todos les pregunté, en su momento a cada uno y
con toda honestidad, por el sentido de la vida. Dos de ellos no me dijeron cuál
creen que sea, pero ambos contestaron, sin haberse puesto de acuerdo, “desde
luego, no los hijos”. El tercero me contestó que los viniles.
Algunos, se enamoran. Caen en la trampa —creo yo que es una trampa— de
enamorarse de la juventud, de empezar una aventura con una jovencita o
jovencito que les alegre la vida. Más tarde o más temprano termina esa historia
y la vida sigue su seguro viaje hacia la muerte. Una inyección de juventud
normalmente sirve sólo para destruir todo alrededor de ambos, escribir en medio
algunos poemas y hacer un par de buenos viajes, antes de que se reinstalen las
manías, la seguridad, la aburrición y el hastio.
No sé cómo se sale de la crisis de la edad mediana. Lo que es un hecho es
que se sale, de lo contrario no habría por allí tanto viejillo feliz, tanto
abuelo satisfecho de sí mismo, tanto escritor publicado y tanto empresario
contando sus millones. Alguna gracia tendrá la acumulación de cosas, de éxitos,
de algo servirá el amor al número. Los que deciden salir de la carrera son
pocos, o si no pocos son los menos, los que mueren de veras, los que enferman,
los que asumen que perdieron. O quizás son muchos, son los más, no lo sé, no lo
sé de veras, no sé en qué rango estoy, no hay cosa segura, la dicha y la
desdicha acechan a la vuelta de cada esquina, parece, eso sí, que la desdicha
tiene más sucursales, pero ya no sé, como
digo, en la mediana edad no estoy seguro de nada mas que de la muerte que
llegará algún día, espero sea en mis términos y no en los de ella.
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