Hace muchos, muchos años, mi hermano y yo
sacrificamos al Hombre Elástico, con un abrecartas de latón hurtado del
escritorio de mi padre. Lo “enterramos” en uno de los burós de su recámara. De
mi padre, no del Hombre Elástico. El relleno del tal muñeco que se estiraba
para luchar contra un Mounstro Verde (que no teníamos pues yo siempre fui
celoso y exigía el mismo juguete que mi hermano, no el contrario, no el
complemento, no el antagonista: el mismo, así que teníamos dos) era una resina pegajosísima que emergió
lentamente del cuerpo herido, y una vez depositado en lo que sería su tumba,
siguió manando hasta sellar la puerta por dentro y secarse ahí, impidiéndonos
por varios años la exhumación de los restos, y a mi padre usar su buró, o al
menos la parte de abajo
Creo que algo hubo de sacrificio
consciente de cierta etapa infantil, con ese acto. Alguna explicación tuvimos
que haber dado a mi papá, acerca de la resina que salía de su buró, y sobre
todo del abrecartas o del acto de muerte. No recuerdo bien, todo era un poco
raro, empezando por la recámara de mi papá, que tuvo ese huésped junto a su
cama un buen par de años.
Ya más grandecito, honestamente no
recuerdo bien si fue a los 11 o a los 12 años, compré o pedí, o muy
probablemente exigí o convencí con argumentos seguramente sustentados en mis
calificaciones (nunca pudieron contra eso)
que me compraran en el tianguis de fayuca al que habíamos ido por
calcetines, un muñeco de He-Man. (Ahora lo veo, y hasta ahora, que He Man es increíblemente parecido al
hombre elástico, ambos güeros, mamados y semiencuerados. Podría significar algo,
pero creo que sólo es cuestión de arquetipos, y sobre todo de ventas con
quienes necesitamos de héroes para creer en algo)
A los pocos meses, quizás días, -o quizás fueron años para
aceptarlo, pero ahora yo sé que fue así, de cualquier modo es confuso- me resultó ridículo tener un
juguete de He Man en mi cuarto. Ya estaba yo grande. Me avergonzó un poco
haberlo exigido. Efectivamente yo ya no era un niño, y un muñeco de plástico,
aunque articulado, no me dio mayor gusto: mis intereses ya eran otros.
Hace no mucho fui a un concierto de rock
–"Festival", les llaman ahora- porque eran muchos grupos por el mismo precio, y
había cuando menos uno que me gustaba.
Fui con ilusión, acompañando a unos conocidos mucho más rockeros y
juveniles que yo, que se visten con camiseta e incluso viajan para ir a otros “festivales”. Varias horas avanzado el tal concierto, aún
antes de que empezara el grupo que fui a ver, hice un berrinche y me fui a mi
casa. No soporté el ruido, las drogas ni la borrachera; las multitudes, el
ruido, me fui a mi casa.
Ayer fui a ver Batman. “El Caballero de
la Noche Asciende”, así se titulan ahora
las películas de superhéroes. A media película quería llorar, gritar al menos,
romper la pantalla o cuando menos salirme. No lo hice pues también fui con
amigos, que llegaron tarde y me esperaban en alguna butaca. El argumento me
pareció vulgar, barato, absurdo; la falta de sangre, ofensiva, todo me pareció
un disparate y un engaño. Tuve que soplármela hasta el final para ver a mis amigos, a quienes ya casi
no veo pues es difícil coincidir con ellos. Saliendo nos fuimos a cenar a un
restaurante carne y vino y de postre un whisky. O dos.
Digo que duele crecer porque no avisa, y
hay siempre un momento extemporáneo, doloroso, ridículo. Ese momento patético en el que uno se reconoce, se
mira dentro, y entiende algo. Ese momento en el que de un lugar muy lejano, muy
serio, y muy triste, llega la respuesta a la pregunta “¿Y yo qué chingados estoy
haciendo aquí? Si ya estoy grande”.
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